La escena es cotidiana: un grupo de amigos se sienta a la mesa de un restaurante y, antes de hablar entre ellos, sacan el teléfono para fotografiar la comida, revisar mensajes o subir una historia. No es solo una costumbre rara: es un síntoma. En poco más de una década, la tecnología, especialmente el smartphone, las redes sociales y ahora la inteligencia artificial, ha dejado de ser una herramienta para convertirse en el escenario principal donde se produce y circula la cultura.

Hoy más de 5 mil millones de personas usan smartphones, alrededor de dos tercios de la población mundial. Eso significa que la puerta de entrada a casi cualquier experiencia cultural, música, cine, noticias, memes, debates políticos, libros, cabe en la palma de la mano. Esta conectividad masiva ha democratizado la creación: cualquiera con un teléfono puede grabar un video, lanzar un podcast casero, editar una canción o hacer un corto que se vuelva viral. El viejo sueño de “tener una voz” ya no depende de una editorial, un canal de televisión o una disquera.

Un ejemplo claro es TikTok. Lo que comenzó como una app de bailes se ha convertido en un motor cultural global: marca tendencias de moda, influye en campañas políticas y decide qué canciones escalan en las listas. Hoy es común que un tema musical se vuelva éxito mundial porque se usa en millones de videos, y solo después las disqueras reaccionan. Al revés de como ocurría antes. Algo similar sucede con #BookTok, la comunidad de lectores en TikTok: el hashtag acumula cientos de miles de millones de vistas y ha relanzado carreras de autores que llevaban años en el estante, obligando a las editoriales a reimprimir títulos agotados y a diseñar portadas “amigables para redes”.

Pero la tecnología no solo transforma qué consumimos, sino cómo lo hacemos. Las plataformas de streaming han cambiado la lógica del cine y la televisión: maratones de series, estrenos simultáneos globales, algoritmos que recomiendan contenidos y, de paso, condicionan nuestro gusto. Cada click alimenta sistemas que aprenden qué nos engancha, cuánto tardamos en aburrirnos, en qué momento dejamos de ver una serie. Esa información regresa al principio de la cadena: define qué historias se financian, qué elencos se eligen, qué formatos se privilegian.

La irrupción más reciente es la de la inteligencia artificial en los procesos creativos. Organismos como la UNESCO hablan ya del “artista aumentado”: creadores que usan herramientas de IA para experimentar con nuevos lenguajes, generar bocetos visuales, probar variaciones musicales o acelerar tareas técnicas para concentrarse en la parte más conceptual. Al mismo tiempo, investigadores y legisladores advierten de riesgos muy concretos: modelos entrenados con obras sin permiso, estilos visuales imitados al detalle, imágenes “a lo Ghibli” o canciones “a lo X artista” que reabren el debate sobre derechos de autor y valor del trabajo humano.

La cultura digital, además, ha creado un nuevo idioma global: el de los memes, los gifs, los emojis. Con ellos se comentan elecciones, guerras y escándalos de celebridades. Algunos estudios describen esta mezcla de humor y política como una forma de “poder blando digital”: un modo de influir en la opinión pública transnacional a través de contenidos virales que se comparten en segundos. Nos reímos, pero también tomamos posición, repetimos mensajes, normalizamos ideas.

Quizá el desafío cultural de estos años no sea “desconectarnos de la tecnología”, algo casi imposible, sino domesticarla. Recuperar espacios para la conversación cara a cara, para la pausa, para el consumo lento de historias que no caben en 15 segundos. Entender que el teléfono es una ventana, no el mundo entero. Porque, al final, la tecnología cambia la cultura, sí, pero todavía somos nosotros quienes decidimos qué hacer con ese cambio.

herles@escueladeescritoresdemexico.com

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