La estadística es contundente, demuestra que el mayor número de defunciones como consecuencia de contraer el terrible virus del Covid-19 se concentra en personas cuya alimentación ha sido deficiente en nutrientes; el Centro Nacional de Programas Preventivos y Control de Enfermedades de la Secretaría de Salud detalla que, hasta hace algunas semanas, del total de decesos por coronavirus el 43% tenía hipertensión, 38% diabetes y 25% obesidad. Está claro que una persona que sufre de obesidad, difícilmente se encuentra sana, tarde o temprano esta condición habrá de cobrarle facturas en su salud.

Adicionalmente, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) advirtió que la obesidad infantil en México es una emergencia de salud pública, porque un tercio de los niños y adolescentes tienen sobrepeso u obesidad. Señala a México como el país de América Latina que registra un mayor consumo de productos ultraprocesados, incluidas las bebidas azucaradas. Tan solo los niños en edad preescolar ingieren alrededor del 40% de sus calorías de esta forma.

Todo esto ha provocado que congresos legislativos de diferentes estados de la república promuevan la prohibición de la venta a menores de la llamada comida chatarra, misma que se concentra en frituras, golosinas, refrescos, es decir todos aquellos alimentos con altos contenidos calóricos.

La medida se escucha bien, ante la pandemia que vivimos, pero también puede ser de oportunidad para el lucimiento político de algunos que acusan como la causa primordial de las defunciones registradas a una deficiente alimentación y de forma indirecta culpan a la población por su estado de salud.

Durante muchos años se ha polemizado respecto al consumo de refrescos en nuestro país, que de acuerdo con datos de la Universidad de Yale, México es el primer consumidor de refrescos en el mundo con un promedio de 163 litros por persona al año, 40 por ciento más que Estados Unidos, que, a su vez, ocupa el segundo lugar con 118 litros; sin embargo, habría que reflexionar que no sólo se requiere prohibir la venta de este tipo de productos, hay que fomentar en la población la conciencia necesaria que lleve a modificar los hábitos alimenticios y evitar sucumbir a la costumbre alimenticia con la que muchas generaciones hemos vivido por décadas.

No sólo es la llamada comida chatarra, somos un país con una alimentación que concentra altos índices calóricos y de grasa. Entre nuestra población el consumo de este tipo de alimentos es recurrente por su precio y accesibilidad. Las llamadas guajolotas, garnachas, quesadillas, carnitas son alimentos que sin duda son una delicia, están arraigados a nuestra historia culinaria, pero hoy lastiman nuestro estado de salud.

Algunos recordamos que nuestros padres o abuelos cuando veían una persona obesa decían “está lleno de vida”; es decir, nuestro pueblo cuenta con costumbres añejas en nuestra alimentación y, aunque de forma gradual en los últimos años se ha ido modificando sustituyéndola con alimentos más sanos, ha sido consecuencia de todo un proceso de difusión para la reorientación de nuestras costumbres a la hora de alimentarnos; ya que también los alimentos que nos proporcionan los nutrientes necesarios y pueden hacer nuestra vida más sana, están al alcance de la población, verduras, lácteos, proteína animal y vegetal.

Sólo habría que recordar que la industria de la llamada comida chatarra genera recursos económicos de los cuales hoy dependen millones de familias; por lo que eliminar esta industria a rajatabla y únicamente para ganar notoriedad política no es lo correcto. Esto debe realizarse con los estudios previos del impacto que esta decisión causa, para que a la larga no salga “peor el remedio que la enfermedad”.

Diputado federal

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