Torreón se bañó de sangre. Esto tal vez ya no sería relevante ante la ola consistente de violencia que se registra a lo largo y ancho de la república mexicana; sin embargo, este lamentable hecho toma una importancia especial, ya que su protagonista, quien tomó en sus manos la vida de su maestra de inglés y colocó al borde de la muerte a otro profesor y a cinco compañeros de entre 7 y 13 años de edad, es un menor de 11 años de edad.

José Ángel era un alumno que no daba muestra de padecer algún tipo de alteración psicológica, por lo que nunca alertó a sus profesores o compañeros de clase de alguna conducta que, por lo menos, diera indicios de lo que pretendía hacer; al contrario, obtenía excelentes calificaciones y su comportamiento estaba en los parámetros de la “normalidad”. Seguramente las investigaciones llevarán a conocer más de la vida familiar que compartía con sus abuelos.

Esto nos hace recordar que, hace dos años también en el norte del país, ocurrió un incidente similar, en esa ocasión en Monterrey, Nuevo León, donde un joven estudiante de secundaria con 15 años de edad, privó de la vida a una profesora y lesionó de gravedad a un grupo de compañeros; aunque es un caso similar, la diferencia es la notoria corta edad con que contaba el agresor en esta última ocasión, ya que fue un niño de tan solo 11 años. Como sociedad, esto debe encendernos la alerta que nos coloque frente a la atención de este tipo de hechos, ya que socialmente, si no se atienden, siempre se puede estar en peores circunstancias.

Está claro que lo sucedido en Torreón, Coahuila, es producto de la descomposición social que vive nuestro país y que se ha acumulado a lo largo de cuando menos dos décadas.

Es lamentable que México sea alcanzado por este tipo de hechos altamente sensibles, porque se originan sin duda alguna desde el seno familiar. Es urgente implementar políticas públicas que se involucren más en el proceso formativo de sus educandos.

Hoy, no solo se puede apostar a los valores que se generen al interior de las familias, el Estado es responsable de inculcar entre los estudiantes las reglas que socialmente deben de aplicarse y cumplirse a cabalidad, cuando se alcanza la edad adulta.

Algunos recordamos que muchas generaciones fuimos orientados y educados en una práctica de convivencia social, donde la civilidad se hacía patente. Era común escuchar la orientación del personal docente de las diferentes escuelas, quienes, al tener contacto por más de seis horas, todos los días, con niños y jóvenes durante el proceso educativo, se convertían en un segundo hogar.

Hoy, el civismo fue prácticamente borrado de los programas educativos, incluso la práctica de honrar a nuestros símbolos patrios es cada vez menos recurrente. La libertad que se otorga a menores de edad puede resultar catastrófica, si no es supervisada y tutelada por los mayores.

Habría que reflexionar que los propios padres de familia de ese plantel educativo formalizaron una solicitud ante la propia escuela para que las mochilas de sus hijos no fueran revisadas. La única forma de perfeccionar nuestra estructura social es con la participación en conjunto de la sociedad y el personal docente es una extensión de nuestras propias familias.

El menor agresor jamás reconoció la autoridad de la profesora, a la que finalmente asesinó. Nuestra obligación es orientar a nuestros niños y jóvenes a respetar a la autoridad en cualquier ámbito social. El respeto a la autoridad que se inculca desde temprana edad y permite una convivencia socialmente sana a la hora de entender el rol que nos corresponde a cada uno.

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