En 1900, como cabezal de una nota que narraba la desaparición de dos niños de origen estadounidense en la estación del Ferrocarril Central, apareció en el periódico El Tiempo el término “Robachicos”.

Aquella nota relataba cómo los padres de ambos menores los habían perdido de vista por la premura y “la aglomeración de gente” que había en el andén, y cómo la policía había logrado localizarlos por casualidad a varios kilómetros de ahí, en la garita de Tlaxpana, en manos de una mujer llamada María de Jesús Vázquez.

“Mucho se ha hablado de las gentes que se dedican al trascendental delito de robarse a los niños, y parece que no los amedrentan las fuertes penas que para ese género de atentados imponen nuestras leyes”, reflexionaba El Tiempo.

Robachicos. Esa palabra terrible y su sombra ominosa recorrieron todo el siglo XX mexicano.

Al recrear en una novela clave la Ciudad de México de fines de los años 40 (¿hace falta decir el título: “Las batallas en el desierto”?), José Emilio Pacheco registró el miedo que esta figura infundía en los padres y era transmitido de generación en generación entre los hijos:

“Te secuestran, te sacan los ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo”.

Suelo pensar en mi infancia en un barrio de la Ciudad de México como en un territorio de libertad casi ilimitada. Salíamos a jugar futbol prácticamente hasta que el sol se ocultaba. Otras veces nos aventurábamos por las calles nostálgicas de Santa María la Ribera (muy cerca de donde María de Jesús Vázquez fue sorprendida en 1900 llevando de la mano a los dos niños norteamericanos), y le llamábamos a eso “explorar”.

Desde luego que en la casa nos amenazaban con el Robachicos. Pero siempre creí que era una invención de las abuelas: un mecanismo para tener a los niños controlados mediante el recurso del miedo.

Hoy comprendo que aquella libertad sin límites es solo otra falsa memoria. En realidad, al salir de la primaria tenía que esperar en una jardinera de la Normal de Maestros a que fueran por mí, y nunca se me permitió ir a ningún lado solo.

“Íbamos”, “salíamos a jugar”, “explorábamos” la ciudad, pero siempre en bola y bajo el entendido de que, si nos descuidábamos, algo terrible podría ocurrirnos.

En un libro que resulta para mí un acontecimiento —“Robachicos. Historia del secuestro infantil en México (1900-1960)—, Susana Sosenski, doctora en historia por el Colmex e investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, demuestra que el miedo de nuestros padres procedía de sucesos ocurridos desde muy atrás, exactamente desde el porfiriato.

En los primeros días del siglo XX un alud de noticias sobre la desaparición de niños inundó la prensa. En 1902 se descubrió que alrededor de 400 de esos niños habían sido vendidos por traficantes de carne humana a hacendados de “las mortíferas tierras de Yucatán”, que los obligaban a trabajar en los campos o los tomaban como criados e incluso como esclavos.

Los robachicos recibían dos pesos por cada niño. Se los entregaban a “comisionados” que recibían de los hacendados hasta 120 pesos por cada víctima. Los diarios capitalinos más importantes –El Popular, El Imparcial, El Diario del Hogar— desataron campañas para que no se permitiera salir solos a los menores, y para que sus padres no los perdieran de vista, a fin de evitarse “dolores perpetuos”.

Durante más de una década “la plaga” del robo de niños fue un tema recurrente en la prensa porfiriana. En 1907 alertaba El Popular: “En guardia contra los robachicos. Los padres de familia deben vivir alerta”.

En 1945 el secuestro del niño Fernando Bohigas significó un parteaguas en la historia del secuestro infantil. Fernando fue raptado en la colonia Juárez por una mujer que no podía tener hijos y que lo presumió como suyo a lo largo de seis meses. La resonancia que tuvo el caso Bohigas, relata Sosenski, encendió tal vez como nunca antes las alarmas culturales en torno a los peligros urbanos para la infancia.

A partir del drama de ese niño se filmaron películas sobre el secuestro infantil (en una de ellas Libertad Lamarque cantaba solo tres veces, pero lloraba diez) y se lanzaron historietas y fotonovelas en las que la ciudad era la enemiga declarada de los niños. El propio niño Bohigas protagonizó su propio caso en una película insufrible incluso para los amantes de la Época de Oro: “¡Ya tengo a mi hijo!” (1946).

La cultura popular, concluye Sosenski, pudo ser un detonante de la histeria colectiva y, por tanto, de la vigilancia constante.

He inventado que fui libre. En realidad, no podía ir solo ni a la esquina.