Luis García García tenía 62 años cuando la ola asesina de diciembre de 2020 golpeó la Ciudad de México. El 19 de ese mes presentó los primeros síntomas de Covid-19. Esa madrugada, sus familiares hicieron fila con él para obtener una ficha y realizar una prueba. Fatalmente, resultó positiva.

Dos días más tarde, el nivel de oxígeno de Luis descendió de manera notoria.

En esas fechas los contagios eran de hasta 20 mil casos diarios. Los hospitales estaban saturados. Para la familia García vino una segunda fila, esta vez de cuatro horas, frente a las instalaciones de la empresa INFRA.

Según una carta que amigos y familiares de Luis me hicieron llegar, para que no se olvide lo que él y miles de mexicanos vivieron durante la epidemia, fue necesario hacer un gasto de 30 mil pesos para comprar cuatro tanques de 632 litros, que solo duraban cuatro horas.

El relato lleva de vuelta a esos días, que de pronto parecen tan lejanos: la búsqueda en un océano de estafadores y especuladores para conseguir dos concentradores de oxígeno –dado que en las empresas establecidas se hallaban agotados y no había en renta.

El viaje nocturno, por carretera, al estado de Durango, para obtener a crédito dos aparatos en una operación que requirió el desembolso de otros 70 mil pesos…

Y luego, las recargas de oxígeno.

El otro martirio.

Aunque INFRA trabajaba las 24 horas, las filas eran inmensas, desoladoras, inacabables.

La familia optó por formarse de madrugada, noche a noche, para disminuir el riesgo de contagio, y también para no desplomarse en el abismo de desánimo y zozobra que se vivía en estas.

La gente que no había logrado llegar a un hospital, se plantaba frente a las instalaciones de esa empresa con el rostro abatido, apesadumbrado. Era visible la angustia. Eran las filas del dolor y la desesperación. Muchas personas lloraban al conocer el precio de los cilindros, hacían llamadas telefónicas a sus familiares, les preguntaban a las personas que estaban formadas si no podían ayudarlos con unos pesos.

“Se respiraba tristeza e impotencia. Sabíamos que la gente sin oxígeno iba a morir y no podíamos hacer nada”.

Luis García se agravó en su cama. Su hermano hacía llamadas infructuosas al 911. Ahí le indicaban que atendieran el enfermo en casa porque no había lugar en los hospitales.

Algún charlatán hablando de células madre, de hidróxido de cloro, despertaba brevemente la esperanza. Pero Luis se asfixiaba.

“De nueva cuenta, 911, no hay lugar, 911, no hay hospitales. Locatel y 911, todos los hospitales saturados”.

La oxigenación de Luis seguía cayendo. Se pidieron ambulancias que nunca llegaron, se hicieron solicitudes de traslado que nunca fueron atendidas.

Escribe la familia García:

“Entendimos el doble discurso: por un lado, se decía en las ruedas de prensa gubernamentales que había capacidad hospitalaria, pero en realidad no había camas, ni médicos, ni equipos. La sugerencia del 911 fue siempre que Luis se atendiera en casa”.

Luis García García murió el 5 de enero de 2021 a las 20:30. Habían pasado 18 días “de negligencias médicas y ausencia de un Estado que garantizara su derecho constitucional a la salud”.

Desde luego, ningún médico pudo ir a certificar el fallecimiento. A través de la funeraria, y del pago de cuatro mil pesos, se extendió su certificado a distancia.

No fue posible recoger el cuerpo sino hasta 17 horas más tarde: también las filas para recoger a los muertos eran inmensas y sobrecogedoras. Como el seguro funerario no contemplaba la cremación… le dijeron a la familia que, mediante el pago de 20 mil pesos, quedaba resuelto el asunto.

Hubo que esperar cinco días para que el cuerpo fuera cremado. El acta de defunción, por la que se pagó 4,500 pesos, señala que Luis García murió de insuficiencia respiratoria.

“¿De qué sirvió detectar el positivo de Luis si no se le pudo canalizar a ningún hospital?”, pregunta la familia.

Luis no recibió del Estado ni asistencia médica, ni apoyo de concentradores de oxígeno, tampoco tanques ni medicamentos.

El presidente López Obrador afirmó en su tercer informe de gobierno que “es público y notorio” que su gobierno respondió ante la pandemia “y se logró que ningún enfermo se quedara sin cama, equipo de respiración o personal de salud que lo atendiera”.

En esta columna documenté varios casos de personas que no tuvieron lo que el presidente dijo. De nueva cuenta, el mandatario prefirió apegarse a una narrativa que solo ensalza los logros de su gobierno y envía un mensaje de insensibilidad a quienes perdieron seres queridos durante la pandemia.

Los picos de exceso de mortalidad (que elevaría el número de muertos a más de 500 mil) y las cifras de defunciones no hospitalarias que, según las actas de defunción, habrían llegado al 21%, desmienten las afirmaciones del presidente. En enero pasado, el director de Estadísticas Sociodemográficas del Inegi declaró: “Muchas personas no están muriendo en hospitales, están muriendo en sus casas. De hecho, la mayor parte de las personas mueren en sus casas. El 58 por ciento mueren fuera de los hospitales”.

Las heridas son devastadoras, y no se borran con discursos.