Habla el secuestrador Noé Robles Hernández, miembro de la banda que en 2008 secuestró al niño Fernando Martí:

“Tengo encima 34 secuestros y ocho homicidios. Llegamos a mutilar, cortamos orejas y dedos. Pero en el momento en que tú mutilas a alguien, matas a un acompañante o lastimas de alguna forma a la víctima, estás faltando a tu palabra, eso te hace perder credibilidad. Lo hacía Arizmendi, por ejemplo, ese cuate pedía 15 millones; no los entregaban y cortaba una oreja. Volvía a llamar, pedía 10 millones, no los tenían, cortaba la otra oreja; volvía a llamar pidiendo 5 millones, ¿ni eso tenían? Los mataba. Esas son chingaderas. En vez de darle valor a tu víctima, le vas restando y restando”.

Prosigue Robles, apodado El Cua Cua:

“Fui una persona muy mala, maté a mucha gente inocente. Todavía me acuerdo de la primera vez que maté a alguien: me tocó hacerlo, eran órdenes de arriba. Me dijeron: ‘Este güey no pagó, chíngatelo’. Me dijeron que lo ahorcara. Al principio no lo quería hacer, era mi primera vez y no sabía cómo. Unos amigos me ayudaron; ya después lo hacía solo. La gran mayoría de las veces los asfixiábamos; no usábamos armas porque era mucho ruido y deja más huella…

“Cuando me pasaron en la tele me hicieron ver como un monstruo sin sentimientos, y yo no soy así… Y es que a mí me dijeron: ‘Vente a hacer un jale. Te toca hacer esto y punto. Y yo accedí sin preguntar… Total, cuando entré al cuarto y vi que lo estaban torturando, pensé: ‘No, estos cuates ni lo van a matar y nada más lo están haciendo sufrir’. Mejor lo maté yo… Bien dicen que si quieres que las cosas salgan bien, debes hacerlas tú mismo. Si mandas a otras personas a que hagan tu trabajo, va a salir mal”.

Habla Aurelio Arizmendi, hermano del secuestrador conocido como El Mochaorejas:

“Llegamos con el secuestrado y le dije a mi hermano: ‘Córtale las orejas, que se chingue’. Agarramos una navaja, le cortamos las dos orejas y las pusimos en una bolsa… Nunca secuestramos a mujeres ni niños. Eso está mal. Esa era una regla de la banda. Porque desde mi casa me enseñaron que a las mujeres y a los niños se les respeta… Nosotros no queríamos hacerle daño a la gente, incluso cuando empezamos con lo de las mutilaciones, les dábamos chance a la familia de que nos diera el dinero… pero ellos se negaban… fuera de eso no los maltratábamos… Ahorita mi sentencia pasa de dos mil años”.

Cuenta Daniel Arizmendi, El Mochaorejas, acaso el secuestrador más sanguinario de todos los tiempos, que en 1991 fue detenido por robo de autos: lo encerraron en el penal de Barrientos:

“Así como entré salí… Yo tenía a la policía comprada. Fíjese, cuando empezó a salir mi nombre en los medios y dizque me estaban ya buscando todos, el famoso dizque ‘superpolicía’ (Alberto Pliego Fuentes, comandante de la Policía Federal Preventiva), me hablaba a mi celular y me daba el pitazo: ‘Sabe qué, pélese ya estamos en Morelos y lo estamos buscando… Si yo no hubiera tenido comprada a toda la policía, no le cuento, me hubieran agarrado desde años antes”.

Habla Oscar Alpízar, El Chalán, sentenciado a 48 años por el secuestro de un empresario textil y su hijo:

“De cada diez secuestros, siete eran patrocinados por una persona cercana… No sé por qué los familiares o amigos ponen a las víctimas, es algo que no entiendo. Porque ni siquiera nos piden dinero, o al menos a nosotros nunca nos pidieron, solo nos dieron la información necesaria para chingárselos, los que hablaban con la familia al momento de la negociación, nos hablaban para decirnos: ‘Tengan cuidado la policía ya está cerca, cambien la táctica”.

Saskia Niño de Rivera

y Manuel López San Martín acaban de publicar un libro estrujante sobre lo que México ha vivido en las últimas décadas: “El infierno tan temido. El Secuestro en México. Testimonios de sobrevivientes y secuestradores” (Aguilar, 2022).

En la primera parte del volumen, a la que me he referido aquí, algunos de los grandes victimarios de México, encerrados de por vida en penales federales, fueron buscados en sus celdas por los autores: los convencieron de hablar: con sentencias eternas sobre la cabeza, ellos narraron sus vidas, su ingreso al crimen (casi siempre como raterillos o ladrones de autos). Hablaron, finalmente, de todo lo que le hicieron a la gente.

“Nunca había conocido a una persona tan mala en vida —me dijo Saskia Niño de Rivera, al hablar sobre uno de estos—. Es el diablo en persona”.

Las primeras 129 páginas del libro recogen testimonios de los propios secuestradores y cuentan, atrozmente, la versión de estos: algo de lo que a México le ocurrió, algo que los mexicanos hemos sufrido en los últimos 30 o 40 años.

“No tengo remordimientos. Nunca he pensado en las víctimas, quizá estoy mal, pero es algo que no me preocupa, yo hacía mi trabajo…”, relata el hermano de El Mochaorejas.

Todo esto ocurrió y hiela la sangre. La otra cara de la moneda está en las páginas siguientes, en donde Niño de Rivera y López San Martín recogen el testimonio de seis víctimas de secuestro: el relato aterrador, verdaderamente indescriptible, de algo que ha continuado ocurriendo en el país. Un puño de historias a las que me referiré en la entrega de mañana.