Estremece imaginarlo. Hace 500 años, el 8 de noviembre de 1519, los españoles y sus aliados indígenas salieron de Iztapalapa e iniciaron su avance hacia México-Tenochtitlan, a dos leguas de distancia. Hernán Cortés pretendía llegar a la capital del imperio antes del mediodía, a fin tener tiempo suficiente “para reconocer y fortificar su cuartel”.

Probablemente llevaba en la cabeza lo que repetidas veces le habían dicho a lo largo del camino: que en aquella ciudad había zoológicos con fieras capaces de devorar a sus hombres; que estos podrían quedar aislados a mitad del agua, para luego ser sacrificados en los templos.

Los hombres de Cortés avanzaron por una calzada que se internaba en la laguna. Era una calzada ancha en la que, escribió luego el capitán extremeño, cabían ocho jinetes de lado a lado. A ambos lados de la calzada, sobre las ondas del agua, flotaba una cantidad inmensa de canoas, cuyos tripulantes los miraban boquiabiertos. Miles de personas que deseaban ver con sus propios ojos a los recién llegados, saturaban el camino.

La marcha se hizo lenta y Cortés pidió a sus aliados indígenas que desalojaran el camino. Cuando esto ocurrió, cuenta Antonio de Solís, apareció “de más de cerca la gran ciudad de México, que se levantaba con exceso entre las demás, y al parecer se le conocía el predominio hasta en la soberbia de sus edificios”.

A medida que Cortés se aproximaba, se aclaraban los contornos. ¿Qué veían los españoles? Los grandes templos, la ciudad flotando sobre el lago, el fondo azul de los cerros, “cosas tan admirables que no sabíamos decir si era verdad lo que por delante parecía”, según escribió Bernal Díaz del Castillo treinta años más tarde, cuando todo aquello estaba destruido.

Aquella imagen de México provocó la frase de Bernal que ha pervivido, sin perder sus poderes, a lo largo de cinco siglos: “Nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís (…) y algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho qué ponderar en ello. No sé cómo lo cuento, ver cosas nunca oídas, ni aún soñadas como veíamos”.

A media legua de México (unos 2.5 kilómetros) se unían las calzadas que venían de Iztapalapa y Coyoacán. Ahí se hallaba el fuerte de Xólotl (sobre la actual calzada de Tlalpan) que custodiaba la entrada de la ciudad. Una comitiva de señores principales aguardaba a los recién llegados para darles la bienvenida. “Sus cumplimientos detuvieron largo rato la marcha”, narra el cronista Solís.
Finalmente, el primer comité de recepción se arrimó a las paredes y los españoles siguieron avanzando. Entonces sucedió.

No se sabe exactamente en dónde: la tradición ha convenido en que ocurrió en un lugar llamado Huitzilan, que corresponde hoy a un tramo de avenida Pino Suárez; ciertos historiadores suponen que debió ocurrir en rumbos de San Antonio Abad.

“Nunca sabremos la verdad, solo nos queda la literatura”, escribió José Emilio Pacheco. Se acercó de pronto un cortejo de personas mejor vestidas: nobles ricamente ataviados con grandes penachos y finas ropas de algodón. Caminaban en silencio, descalzos, sin levantar la vista de la tierra, con ojos “que no miraban a español ni a persona nacida”, según relata Francisco de Aguilar en su breve relación.

Los españoles vieron entonces, en el centro de la calzada, un palio hecho de plumas verdes, entretejidas “y dispuestas de manera que formaban una tela, con adornos de argentería”. Adentro iba el Huey Tlatoani, Moctezuma Xocoyotzin.

El sol refulgía en la laguna. De un extremo a otro de la calzada se hizo el silencio: un silencio absoluto. Desde lo alto de las construcciones, la gente que miraba desde los terrados bajó la vista. Qué extraño, muchos meses después, un silencio como este anunció que la ciudad había caído. El silencio de Tenochtitlan marcó el principio y el fin.

Moctezuma descendió de la litera. Algunos principales tendieron alfombras para que no pisara el suelo “pues la tierra era indigna de sus huellas”. Moctezuma dio algunos pasos. Cortés se arrojó del caballo. En la vestimenta del tlatoani había oro, pedrerías, finos paños, “mucho que mirar en ello”, recordó luego Bernal.

En el Códice Florentino hay una crónica del encuentro:

—¿Eres tú, eres tú ya? ¿Entonces tú, tú eres Motecuhzoma?

—Sí, en efecto, soy yo, respondió Moctezuma.

Ambos se miraron a los ojos. Se irguieron rápidamente, “para encontrar su mirada bien de frente”.

Las cartas estaban echadas. Mañana se cumplen 500 años. Valdría la pena caminar por ahí, a ver qué nos encontramos, a ver si nos encontramos.

@hdemauleon
demauleon@hotmail.com

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