Alberto. Lo secuestraron el 29 de noviembre de 2016 y lo liberaron 290 días después, el 14 de septiembre de 2017. Los secuestradores no se comunicaron con su familia sino hasta 36 días después.

“Para que la autoridad pudiera dar por hecho que lo que había sucedido era en realidad un secuestro, primero debía existir una d emanda económica por parte de quienes me habían privado de mi libertad” –relata–. Si no lo hacían, entonces lo que había sucedido en aquel lugar podría tener mil nombres y apellidos, pero no sería un secuestro”.

Lo habían detenido los tripulantes de una patrulla en un estado del centro del país. Él mismo se bajó de su auto pensando que se trataba de una confusión. Le pusieron una capucha, lo llevaron a un sitio alejado y lo desnudaron. Lo habían metido en una habitación de 1.50 por 2 metros.

La caja en la que prácticamente pasó el año siguiente.

Cuando todo terminó, el fiscal antisecuestros, fastidiado por sus visitas, le dijo que la obligación de arrojar datos sobre la investigación era de la víctima, no de ellos. Era Alberto quien “tenía que aventar la carne al asador”.

Él pudo averiguar que los autos que habían empleado para su secuestro habían llegado a la ciudad seis meses antes. Que más de 14 personas habían estado involucradas. Que estas poseían armas largas. Que habían rentado la casa de seguridad durante un año y que poseían recursos para operar y subsistir durante todo el tiempo que tomara cobrar el rescate.

Saskia Niño de Rivera y Manuel López San Martín acaban de publicar un libro estrujante: “El infierno de todos tan temido. El secuestro en México” (publicado por Aguilar). Los autores lograron obtener los testimonios, en sus propias celdas, de algunos criminales que acaso encarnaron el Mal como nadie. Algunos de ellos, asesinos y mutiladores, hoy purgan sentencias de hasta mil años.

En la segunda parte del libro, Niño de Rivera y López San Martín recogen los testimonios de varias víctimas de secuestro: el relato de aquellos cuyas vidas cambiaron de un momento a otro, y arrastraron al abismo, también, las de sus seres queridos.

“Un secuestro te marca de por vida. La percepción de cómo verás el mundo antes de vivir esta experiencia te cambia por completo”, dice Alberto.

Con su liberación terminó la primera parte de su martirio. Pero desde el día en que lo soltaron comenzó la otra parte de “esta macabra obra”. La de admitir que no hay ningún avance en su caso, la de aceptar que la autoridad ha dejado de darle seguimiento.

A Helen la secuestraron en la segunda sección de Chapultepec. Iban por un amigo suyo pero, al verlos juntos, decidieron: “Hay que hacer el paquete completo, nos llevamos a los dos”.

En la casa de seguridad los desvistieron por completo y les vendaron los ojos. Los interrogaron a golpes. Abusaron de ella sexualmente. El jefe de la banda llegó una noche ebrio y drogado. Los apaleó y se paró, con el pie encima de la cabeza de su amigo.

En lo que se llevaban a cabo las negociaciones, los golpes y las humillaciones eran constantes. Uno de ellos amenazaba con matarla, y le metía la pistola en la boca. Más tarde la abrazaba y le decía: “No pasa nada, ya falta poco, tranquila”.

“Todos tenían un estilo propio de chingar –recuerda Helen–: por ejemplo, el más chavito llegaba y te hacía una pregunta, y cuando le contestabas, te pegaba”.

Todos los secuestros se parecen: los cometen personas llenas de carencias que se iniciaron robando en las calles y encontraron en el plagio un camino para dar rienda suelta a su rencor.

Tal vez por eso los testimonios de los sobrevivientes son tan semejantes. Sus familiares y ellos fueron sobajados, humillados. Se convirtieron en víctimas de otros sobajados y humillados que se hallaban ansiosos de cobrar viejas facturas.

En 293 páginas desfila una realidad lacerante, marcada por la impunidad, la desigualdad, la violencia desbordada y la violencia normalizada: las carencias del sistema de procuración e impartición de justicia, que no es otra cosa sino ausencia del Estado, y las historias que rompen la esperanza de una sociedad .

Un libro, al cabo, que nos obliga a mirar, aunque algunas veces se nos hiele la sangre, y que nos llama a comprender como el único camino para aprender.

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