El 20 de agosto de 2015 el Programa de Arqueología Urbana del INAH llevó a cabo uno de los más grandes hallazgos en casi 50 excavaciones realizadas en Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan.

En un predio ubicado en Guatemala 24, a espaldas de la Catedral y en pleno corazón del Centro Histórico, aparecieron los restos de un monumento que los arqueólogos llevaban buscando mucho tiempo: el Huei Tzompantli: el gran altar construido con los cráneos de los sacrificados en honor de Huitzilopochtli donde, según fray Bernardino de Sahagún, “espetaban las cabezas de los cautivos que allí mataban”.

Era el monumento que había descrito el conquistador Andrés de Tapia, en el que, en 60 o 70 vigas, se habían ensartado por las sienes “muchas cabezas de muertos pegadas con cal e los dientes hacia afuera”.

De Tapia narra en su crónica que él y Gonzalo de Umbría se dieron a la tarea de calcular mediante una multiplicación el número de aquellos cráneos, “e hallamos ver 136 mil cabezas”, sin contar otras que estaban en el par de “torres” que sostenían dichas vigas.

Según De Tapia, el Tzompantli se hallaba a un tiro de ballesta del Templo Mayor (por él sabemos, por cierto, que este edificio tuvo 113 peldaños).

El fraile dominico Diego Durán apuntó en su hipnótica Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme que los cráneos que había en el Tzompantli eran 80 mil y agregó que cuando la palizada envejecía retiraban las cabezas que se caían y las reponían con nuevas.

De acuerdo con fray Bernardino de Sahagún, hubo un total de siete muros de calaveras en Tenochtitlan.

El tzompantli emergió tal y como lo habían descrito Andrés de Tapia y fray Diego Durán. Las cifras que ambos ofrecieron, sin embargo, no coinciden con el número de restos óseos hallados en medio siglo de excavaciones. O Andrés de Tapia y Gonzalo de Umbría no sabían multiplicar muy bien, o de plano incurrieron en exageraciones. El dominico Diego Durán nació después de la caída de Tenochtitlan y no pudo ver lo que estaba describiendo.

Desde 1996, sin embargo, el INAH relató el hallazgo de 15 cráneos con perforaciones en los huesos parietales y temporales que habían formado parte de alguno de los siete tzompantlis.

Pocos años después del hallazgo inicial del Huei Tzompantli, se habían localizado el 25% de la construcción: 16 postes de madera, 484 cráneos, 11 mil fragmentos óseos (de tal vez otras 221 personas) y una de las torres descritas por los cronistas: un muro cilíndrico de seis metros de diámetro, forrado por cientos de calaveras humanas pegadas con argamasa.

Según los arqueólogos, aquellos restos procedían de los años previos a la llegada de los españoles: muchos fueron datados entre 1481 y 1502. Se estima que el Huei Tzompantli llegó a tener una extensión de 34 metros.

Hay una cantidad apabullante de referencias, historias, crónicas, códices, estelas, lápidas, grabados en piedra y toda clase de documentos, que hacen referencia a la práctica de los sacrificios humanos como recurso ritual para sostener un universo agonizante, un sol que moría día tras día.

La arqueología y la antropología física han corroborado de manera científica lo que expresan esos relatos. Los estudios más objetivos –si dejamos de lado las visiones de los cronistas-- prueban que el sacrificio humano era una práctica difundida, no solo en Tenochtitlan, sino en todo Mesoamérica.

Mientras desde la “mañanera” se ha intentado de manera vergonzosa seguirle el juego al libro de López Obrador que niega la existencia de los sacrificios humanos en la época prehispánica (se ha dicho el disparate de que solo hay mención a los sacrificios en las crónicas de los conquistadores, interesadas en justificar la Conquista, y que no existe mención alguna en las crónicas de los frailes, ¿y entonces Sahagún y Motolinía?) los arqueólogos intentan ponerle un rostro a los sacrificados: identificar edades, sexos, enfermedades, lugares de origen: insisten en que no se trata ya de discutir si hubo sacrificios o no, sino de entender y asimilar su significado profundo.

Han sido hallados más de mil cráneos y decenas de miles de restos óseos con marcas que permiten identificar de qué manera se sacrificó en el Templo Mayor: precisamente de la manera en que no solo los conquistadores, sino Sahagún y otros frailes describieron: por decapitación, extracción del corazón, flechamiento y calcinamiento, entre otras.

En el Templo Mayor han sido halladas piedras poliédricas de sacrificio, miles de cuchillos de pedernal perfectamente afilados, y “niveles elevados de fosfatos, PH, hidratos de carbono, ácidos grasos y albúmina”.

Los testimonios arqueológicos no dejan lugar a dudas.

Qué vergüenza da el negacionismo destinado a rendir culto al Gran Tlatoani de Macuspana.

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