El 10 de marzo de 1766 ocurrió en la iglesia de San Juan de Dios, ubicada frente a la Alameda, uno de los incendios más recordados en la historia de la Ciudad de México. Cuando un incendio llegaba, en la capital de la Nueva España reinaban la alarma y la agitación. Los vecinos transportaban cántaros de agua desde las fuentes más cercanas, los frailes aparecían llevando en andas a los santos, y arrojaban reliquias al fuego con la esperanza de que este cesara.

Luis González Obregón poseyó un grabado en que se describía aquel incendio: las llamas voraces saliendo por la puerta principal del templo, los alabarderos conteniendo a los curiosos, frailes y gentes con baldes de agua luchando por apagar las llamas, héroes anónimos poniendo a salvo a los heridos.

El fuego que redujo a cenizas aquel templo no tocó la soberbia iglesia de tezontle rojo que se hallaba a solo unos metros y que, después del Sagrario Metropolitano, es considerada la parroquia más antigua de la ciudad: Santa Veracruz.

La historia de esta iglesia es tan antigua como la de la Ciudad de México. Su origen está lleno de misterio y encanto. En memoria y acción de gracias por haber llegado sano y salvo un Viernes Santo al puerto que él mismo bautizó como Veracruz, el conquistador Hernán Cortés fundó en 1526 una archicofradía que se llamó de la Cruz, y estuvo compuesta “de las personas más notables que había entonces en la ciudad”. Estos caballeros pidieron un sitio donde hacer un hospital y una iglesia. En 1527 les dieron un sitio “en la calzada que va a Tacuba”, junto a “tres árboles secos que allí había” (según cuenta el cronista José María Marroqui) y muy cerca de “donde solía ser el tianguis de Juan Velázquez” (la parte posterior de Bellas Artes).

En 1527 no existía aún la Alameda, que mandó hacer el virrey de Velasco siete décadas después, y fue trazada por el alarife Cristóbal de Carballo. Apenas cuatro años antes Cortés había repartido en esa zona algunos predios entre sus hombres, “para que hicieran huertas”. Aquello era solo un descampado pantanoso a las afueras de la ciudad, rodeado únicamente por “las casas de los indios”.

Ahí se comenzó a levantar la iglesia de Santa Veracruz, a la que Carlos V regaló una imagen de Cristo crucificado: el llamado Cristo de los Siete Velos, cuyo culto prosigue en el templo hasta nuestros días. Los miembros de la cofradía de la Cruz tenían la encomienda de acompañar y confortar en sus últimos horas a los sentenciados a muerte —los seguían incluso hasta el patíbulo—, y de quitar de las escarpías las cabezas y las manos cercenadas de las condenados, para darles cristiana sepultura.

En 1586 se le dio a la iglesia el título de parroquia. José María Marroqui afirma que aquel templo fue una de las más sólidas que hubo en la ciudad, pues mientras todo se desnivelaba, se desmoronaba y se hundía, la iglesia original permaneció en pie a lo largo de dos siglos, hasta que la venció la inestabilidad del suelo.

En 1759 se inició la construcción de la maravilla “de encendido tezontle” que hoy conocemos. El día en que el templo se inauguró, cuatro grupos de jinetes enmascarados, que representaban las cuatro regiones del mundo conocido, se repartieron por la ciudad “convidando a los vecinos a la fiesta del estreno, con un soneto impreso que profusamente compartieron”.

La celebración duró nueve días, con procesiones de las diversas órdenes religiosas e imágenes de San Pedro y San Blas cuyas joyas fueron calculadas en 45 mil pesos de entonces. El gran Manuel Tolsá, que había construido su casa a unos pasos de la parroquia, pidió ser sepultado ahí. En algún sitio de la nave descansan también los restos del insurgente Ignacio López Rayón.

Aquel templo, considerado el ejemplo más bello del barroco que hay en la ciudad, con su preciosa portada principal “llena de exquisitas labores de piedra”, lo resistió todo. Sobrevivió al virreinato, a la guerra de Independencia, a las matanzas del siglo XIX, a la furia de la Reforma, al desprecio del porfiriato, a la incuria, la ignorancia y la ambición del siglo XX, que dejó que la ciudad se deshiciera entre sus manos.

Hace unos días lo vimos arder: como en el grabado de González Obregón, el humo, las llamas, las rojas lenguas de fuego subieron por la torre que un día Artemio de Valle-Arizpe describió como “airosa y esbelta”. ¡Llamas en un tesoro del siglo XVI!

El terremoto de 2017 le había dejado serios daños estructurales. El templo fue cerrado en 2018 y quedó apuntalado con polines. La Arquidiócesis Primada de México subrayó en un boletín que los daños causados por el sismo no han sido reparados, e indicó que en la última semana Santa Veracruz había sido allanada varias veces “por indigentes”.

El domingo pasado, mientras el templo permanecía arrumbado en el extenso archivo de cosas no prioritarias para el gobierno de la 4T, se registraron “un incendio y dos rebrotes”. Estos siniestros “ocasionaron diversos daños en la torre izquierda del campanario, así como en la zona del coro y el órgano monumental” (más tarde se confirmó que, entre otras cosas, el 95% del órgano había sido afectado por el fuego).

Tras el incendio, las autoridades informaron que la Secretaría de Cultura, el INAH y el INBAL estaban trabajando “de manera conjunta” con el Gobierno de la CDMX “para valorar los daños y atender acciones urgentes”.

Los dos boletines, el de la Arquidiócesis y el de las autoridades, tienen algo en común: nadie se hace responsable de lo que ocurrió. Pasó, simplemente, sin que nadie rinda cuentas. El viejo templo ha sobrevivido a todo. ¿Podrá sobrevivir a este gobierno?

@hdemauleon

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