Recepcionistas, meseros, camareras: en aquel viejo hotel del centro, todos tienen algo extraño qué contar. Entro a tomar un café para hacer tiempo. Al segundo sorbo me cuentan la historia de una sombra, la sombra de un fraile que inquieta las noches de los huéspedes.

Me parece completamente natural. Se ha abierto la ciudad y por necesidad los fantasmas tienen que salir a estirar las piernas.

Me gustan estas historias del México antiguo. Todo parece acomodarse para que sucedan. El Gillow fue inaugurado en 1869. Su propietario era el joyero inglés Thomas Gillow.

Cuando la Reforma echó abajo los muros de numerosos conventos, la Casa de Ejercicios Espirituales de los jesuitas, anexa al bello templo barroco de La Profesa, fue incluida en los edificios que debían caer.

En donde estuvo la Casa de Ejercicios, bajo la torre del campanario, quedó un amplio baldío que el gobierno puso en venta. Unos metros más allá se abrió en un santiamén la calle del Cinco de Mayo.

Gillow calculó las posibilidades de abrir un hotel en la esquina del nuevo boulevard. Le encargó el proyecto al entonces de moda Ramón Rodríguez Arangoiti.

El hotel aparece en varias fotos de fines del siglo XIX. En la época de la Revolución, todos los grandes generales pararon con sus baúles y sus maletas en alguna de sus habitaciones. Así que cuenta, digamos, con varios fantasmas posibles. Pero el mejor de ellos es el del fraile.

En 1799, el bibliófilo José Mariano Beristáin y Souza fue el primero en hablar de un crimen cometido en La Profesa medio siglo atrás: en 1743. Relató Beristáin que una noche de invierno se encontró “asesinado brutalmente en su mismo aposento de la Casa” al insigne prelado Nicolás Segura, famoso en la ciudad por su vivísima oratoria.

La noticia llegó a todos los rincones de la metrópoli. La gente corrió en busca de detalles: “Muerto a palos, a heridas y sofocado”, informaban los curiosos. Entre la multitud, el portero de la Casa de Ejercicios, el lego Juan Ramos, masculló entre dientes: “En el monte está quien el monte quema”.

Según el historiador Francisco Sosa, aquella frase causó tanto efecto que el vulgo la acuñó durante todo el siglo siguiente. Sobre todo porque cinco días después de pronunciarla, el lego Ramos amaneció, tendido también en su aposento, con los ojos desorbitados y un grueso cordel en el cuello.

El virrey ordenó que aquello se aclarara de inmediato. Los “justicias” fueron y vinieron. Un siglo después Luis González Obregón recibió el legajo de la causa criminal, de manos de otro bibliófilo: José María de Agreda Sánchez. El legajo estaba trunco. Pero informaba que a solo unos días del inicio de las pesquisas, un cúmulo de indicios permitió anunciar que el asesino era el Coadjutor temporal de la Compañía, Joseph Villaseñor, un hombre “de genio osado, ánimo doble, ‘sixoso’ con los hermanos, irreverente con los sacerdotes”, que bebía, hablaba pestes de Segura y tenía tan malas costumbres “que avía dos años que no se confesaba”.

Villaseñor y el lego habían matado al prelado Segura. Esto se supo porque algunas joyas y un bálsamo que habían pertenecido a este aparecieron en la celda de Ramos, y porque había rastros de sangre en las ropas de Villaseñor. Villaseñor había matado a su cómplice para que no hablara.

Beristáin y Souza escribió que el cadáver de Segura se conservaba incorrupto en la capilla de San Sebastián, en La Profesa. Sosa escribe que en un reconocimiento practicado en la cripta en 1850 se volvió a encontrar el cuerpo, y se mantenía en perfecto estado.

Hoy, todos en el hotel tienen algo qué contar. Doy fe de que al segundo sorbo de café a mí también se me apareció el fantasma del Hotel Gillow –aunque haya sido solo bajo la forma de un cuento de espantos.