“¿Tú crees que a estos hijos de su chingada madre hay que darles abrazos y no balazos, como propone el Gobierno?”, le preguntó Héctor Zepeda, El Comandante Teto, líder de la Policía Comunitaria de Coahuayana, al periodista de El País Jacobo García.

Era septiembre de 2019 y el horror en la frontera con Colima, y a lo largo de la zona sierra-costa de Michoacán estaba en su apogeo.

El Cártel Jalisco Nueva Generación aprovechaba el vacío que había dejado la extinción de Los Caballeros Templarios para arreciar su expansión hacia la costa michoacana.

Las autodefensas que en 2013 se habían formado para enfrentar los abusos de Los Templarios se habían reorganizado nuevamente bajo el mando de Zepeda, que en coordinación con autodefensas locales infiltradas por grupos criminales como Cárteles Unidos habían formado una barrera militar para impedir el paso del Cártel Jalisco.

Masacres, decapitaciones, desmembramientos, enfrentamientos que se prolongaban a lo largo de varias horas, y en los que llegaban a participar hasta 100 hombres por cada bando, hacían de la frontera de Michoacán con Colima el territorio en llamas que sigue siendo en el séptimo año de la llamada Cuarta Transformación, y que alcanzó una nueva cima de terror con la explosión de un coche bomba, el sábado 6 de diciembre.

El impacto de la detonación es el que mayor número de víctimas ha dejado la explosión de un coche bomba en México, desde que, en junio de 1994, hace 31 años, los hermanos Arellano Félix enviaron un regalo cargado de explosivos a una fiesta de XV Años a la que iba a asistir El Mayo Zambada, al lado de otros 300 invitados, la cual se llevaba a cabo en un salón del Hotel Camino Real de Guadalajara.

El artefacto explotó en el estacionamiento, antes de tiempo. El estallido mató a Guillermo Gómez y Marcial González, los encargados de llevar el obsequio en un Grand Marquis, y sacudió los edificios en un radio de más de 10 cuadras. El saldo fue de cinco muertos. Restos de las víctimas, de acuerdo con la prensa de la época, fueron recogidos a varios metros del lugar.

La explosión del pasado 6 de diciembre tuvo un impacto que alcanzó 300 metros horizontales y 50 metros verticales y provocó la muerte de seis personas, entre ellas, dos que iban a bordo de la Dakota de color negro que llevaba el explosivo escondido bajo un cargamento de plátanos, así como una docena de heridos.

Desde 2021 reportes de inteligencia alertaron al gobierno de López Obrador sobre la presencia creciente del CJNG en la frontera, así como de la guerra criminal por el control de rutas en la carretera federal 200. Los reportes señalaban que las autodefensas de Coahuayana se estaban coordinando con otras resistencias locales vinculadas con Cárteles Unidos.

Ese año, de cara a las elecciones intermedias, el Cártel Jalisco le declaró la guerra a los candidatos a las alcaldías de Coahuayana y Aquila, José María Valencia y Gildardo Ruiz Velázquez, a quienes acusó de ser “marionetas” al servicio del Comandante Teto, y del líder los comunitarios de Aquila, Germán Ramírez Sánchez, apodado El Toro.

“Estos dos candidatos son títeres de los Cárteles Unidos”, señalaron, en un video que se difundió en redes sociales y antes de enviar a sus células operativas, sicarios del Cártel Jalisco.

Coahuayana, Aquila y Chinicuila, tres municipios que conectan Michoacán, Colima y el Pacífico, conforman un corredor estratégico vital para el paso de drogas, precursores químicos y armas. En las zonas rurales de la región, además de baja presencia institucional, proliferan otras economías ilegales: el tráfico de madera, la minería artesanal, la siembra ilícita y la extorsión a los productores agrícolas.

Durante los últimos dos años se comenzó a registrar la explosión de minas terrestres y el envío de drones cargados de explosivos dirigidos incluso en contra de la población.

En agosto de 2024 un enfrentamiento dejó ocho autodefensas muertos. En febrero pasado un vehículo explotó frente a la comandancia municipal: no hubo muertos, pero sí daños sustantivos.

Era un mensaje del Cártel Jalisco que advertía lo que iba a ocurrir en un territorio en el que desde hace años se permitió el surgimiento de poderes locales armados, se evidenció la total precariedad de la seguridad institucional, se llevó a cabo con impunidad e indiferencia la captura de autoridades estatales y municipales, se dejó que la violencia desatada por el crimen organizado golpeara a la población productora por medio de secuestros, extorsiones, homicidios. Y, sobre todo, donde se cerró los ojos ante el desafío directo al Estado por parte de grupos al margen de la ley.

Era imposible, desde luego, que el día de la magna fiesta de apoyo oficial a la presidenta Claudia Sheinbaum, con un Zócalo lleno de acarreados, la explosión del coche bomba de Coahuayana fuera clasificada como un acto de terrorismo, según declaró inicialmente la Fiscalía General de la República en el arranque de la era de Ernestina Godoy.

No le tomó a la fiscalía ni 24 horas corregirse y salir a aclarar que el caso sería investigado como un delito de delincuencia organizada.

El reporte de inteligencia federal consultado es claro: desde hace más de un año, la violencia ha escalado en la zona, “mediante tácticas de narcoterrorismo”.  

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