Aquel tuit rompía, le quebraba a uno algo por dentro:

“Papito, sé que tienes miedo, ayer me lo dijiste. Perdóname por no poder pagar quinientos mil pesos, perdóname por no haber insistido más en que te hicieras la prueba desde el martes, confío en Dios en que estarás en buenas manos. Perdóname”.

Era el 13 de octubre de 2020. Mariana publicó un nuevo tuit minutos después: “Ofensivo peregrinar de hospital en hospital, porque no hay camas disponibles. Oír a tu padre decir que tiene miedo y no tener más opción que dejarlo, sin forma de verlo ni de comunicarse con él. Eso sí duele mucho, mientras se ríen de todos los que sufrimos”.

Pasaron cuatro días. La madrugada del 17 de octubre, Mariana fue informada de que su padre había sido intubado. Esa misma madrugada le escribió una carta que también rompía, le quebraba a uno algo por dentro. Sus párrafos finales eran estos:

“Abriste tus ojos grandes, grandes, te toqué a través del espejo del coche, te ayudé a bajar, estabas agitado, pesado. Papito, no sabes cuánto quisiera sostener tu mano y no dejarte ir, por nada del mundo, así me fuera la vida en ello.

“Siempre pensé en encontrar el amor de mi vida, y el amor de mi vida eras tú, hoy lo sé y nunca te lo dije. Papá, lucha por tu vida”.

La tarde del 17 de octubre, cuatro días después, Mariana escribió otro tuit: “Mi papá murió hoy y él no es un número más”.

Ha circulado en Twitter una foto del Estadio Azteca lleno a reventar. Lo que vemos en esa foto corresponde al número de mexicanos que según los números oficiales han perdido la vida a causa del Covid-19. Esos más de cien mil mexicanos comparten una historia semejante a la de Bonifacio Estrada, el padre de Mariana.

El 6 de octubre el señor Estrada volvió a su casa cansado e inapetente. Su condición no varió en las horas que siguieron. Le compraron un oxímetro, que indicó niveles de saturación normales. Dos días después, el señor Estrada presentó 38 grados de temperatura. Aunque él insistía en que se sentía bien, “ya no me gustó nada la situación”, dice Mariana.

El 9 en la mañana le hicieron una prueba en un laboratorio privado. No había perdido el gusto ni el olfato, pero el día 10 llegó el resultado: “Positivo”.

Un neumólogo le recetó vitaminas y lo mandó a hacerse una placa de los pulmones. El señor Estrada seguía cansado, sin hambre.

Ese día, su oxigenación cayó de pronto a 69. Sucedió de un momento a otro.

Lo llevaron a un hospital privado en Coyoacán. “En ese momento tuvimos un golpe de realidad”, cuenta Mariana: les pidieron 30 mil pesos para admitirlo y 200 mil por cada día de estancia. La tarifa no incluía medicamentos, ni honorarios médicos.

Sus hijas llevaban solo 68 mil. Una enfermera les dijo que el INER era el hospital más cercano. El señor Estrada hacía esfuerzos para respirar. Se trasladaron a Tlalpan. Allá les dijeron que a partir de una tomografía decidirían si era preciso hospitalizarlo. La tomografía indicó que sí. Pero el hospital carecía de camas. “Busquen a dónde llevarlo”, les dijeron.

La condición del paciente empeoraba. Pero la única respuesta para la familia era la calle, la banqueta, el tráfico, circular por la ciudad más monstruosa del mundo, buscando un respirador, una de esas camas que el gobierno dice que aún sobran.

En varios hospitales privados había disponibilidad, pero “de inicio” había que depositar 500 mil pesos. Se dirigieron al Hospital Militar. Un amigo recomendó el Hospital de La Raza. Al oír esto, el señor Estrada abrió los ojos: “Ahí los matan”, dijo. El amigo insistió. En medio del tráfico, abandonadas, solas, con miedo, las hijas del señor Estrada atravesaron la ciudad.

“Ya no pude ver a mi papá”, relata Mariana. “Ingresó en el coche al triaje y no me permitieron entrar. Mi hermana entró con él. Le pidieron que lo desnudara, que le quitara sus pertenencias, su celular, sus zapatos. Salió destrozada. Intentamos abrazarla y no quiso que la tocáramos. La enviaron a su casa, indicándole que se aislara”.

Los informes médicos se reducían a una hoja. “Delicado estable con riesgo a complicaciones”. Durante los días que siguieron, por medio de videollamadas, y gracias a un trabajador de limpieza, la familia pudo comunicarse con el señor. Él les hizo bromas, les encargó que se hicieran la prueba y consiguieran oxígeno “para cuando saliera”.

El 16, el trabajador de limpieza les informó que la saturación de oxígeno había bajado. Los médicos comentaron que lo habían acostado bocabajo para que respirara mejor. Esa noche el señor Estrada llamó a su esposa para decirle que lo querían intubar, que lo sacara de ahí, que estaba muy cansado, que el médico no había ido a verlo, que no aguantaba el ruido provocado por su pérdida auditiva.

Esas fueron sus últimas palabras. En la madrugada del 17 fue intubado. “Oxigena muy bajo”, les informaron.

No hubo más noticias. Mariana llamó varias veces al hospital. “La respuesta fue que no había médicos por ser sábado”.

Recibió la llamada que nunca hubiera querido recibir a las 12:50.

Rota —como esa palabra que tanta molestia causó hace unos días—, Mariana se trasladó al hospital. Solo su hermana pudo entrar a reconocer el cuerpo. Después de una espera inhumana, lo sacaron para llevarlo al crematorio.

“Nos dijeron que no podíamos acercarnos. Lo bajaron en una bolsa gris… Nos entregaron sus cenizas aún tibias”.

La hermana de Mariana presentó síntomas al día siguiente. Su hermano y su esposa también se habían contagiado.

El señor Estrada quería que arrojaran sus cenizas en el Centro Histórico, que fue siempre su lugar de trabajo. La familia no ha podido hacerlo: “Aún tenemos sus cenizas y no ha habido ceremonia para él”, concluye su hija Mariana.

El jueves pasado, entre chistes, burlas y risas tanto del presidente como del encargado de manejar la pandemia, México rebasó la cifra terrible de cien mil muertos por Covid. Como con el tuit de Mariana, lo que hay detrás de los números lastima, rasga: lo quiebra a uno por dentro. Cien mil veces ha pasado algo como esto.

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