El domingo 27 de febrero entre 11 y 17 personas fueron ejecutadas en San José de Gracia, Michoacán. Las víctimas, que habían asistido al velorio de una mujer –madre del narcotraficante Alejandro García, El Pelón, miembro del Cártel Jalisco Nueva Generación – fueron colocadas contra una pared y acribilladas por órdenes del jefe de plaza de San José, miembro también del CJNG, Abel Alcantar Vallejo, alias El Toro o El Pelón.

A más de dos meses de distancia, la persona que grabó la masacre, un vecino de la localidad, tuvo que irse del país porque los asesinos lograron identificar la casa desde donde el video, que se viralizó, fue tomado.

San José se llenó de fuerzas federales. Las autoridades pudieron identificar a seis de los implicados en la matanza: sus apodos son El Sapo , El Rush, El Mora, El Chili y El Bolachana. La fiscalía estatal ofreció una recompensa de cien mil pesos a quien diera información que pudiera llevar a su captura.

Todos ellos eran bien conocidos en la localidad, pues El Toro era el dueño de San José de Gracia. Ahí vivía él en compañía de su familia –poseen un rancho y al menos seis inmuebles– y sus sicarios se alojaban en el hotel Valle Dorado. Desde ese sitio salieron el 27 de febrero para llevar a cabo la matanza y luego desaparecer los cuerpos, que hasta la fecha no han sido encontrados.

Los días siguientes fueron de horror para los pueblos de la zona. Las fuerzas del estado se apoderaron de la región y lo paralizaron todo: hubo retenes, revisiones, trabajos de investigación y quejas de que la Guardia Nacional entraba a algunas casas sin orden de cateo.

Los grupos criminales del Cártel Jalisco establecieron también sus propios retenes a la entrada de los pueblos. Los sicarios, según relato de pobladores de la zona limítrofe entre Michoacán y Jalisco –a la que se ha llamado “el corredor de la muerte”– revisaban los teléfonos de los automovilistas para asegurarse de que no hubiera más videos. De acuerdo con testimonios ofrecidos al columnista, decenas de personas fueron retenidas, despojadas de sus teléfonos, y en algunos casos de sus autos. La indicación en redes sociales era borrar todo: “No anden guardando imágenes”.

La población de esa zona quedó en medio de los grupos criminales y de las fuerzas del Estado.

La vida de todos cambió. En algunas regiones prefirieron expulsar a la Guardia Nacional , “porque su presencia volvía más peligroso el ambiente”. Pero, en la mayor parte de las localidades, la vida siguió de manera extraña. Ahí, el crimen organizado estableció una especie de presencia que no se ve, aunque todos saben que existe.

La gente dejó de salir de noche. De tomar las carreteras después de las seis de la tarde. Comprendió que los enfrentamientos ocurren en la tarde/noche y aprendió (pedagogía triste) a distinguir las detonaciones que al menos dos veces por semana se escuchan a lo lejos: de R-15, cuando son en ráfaga, y de Barret, cuando arrojan un gran golpe seco.

En esos lugares la gente ingresó en una especie de zona gris. Ni blanca –bajo el marco de la legalidad–, ni totalmente negra –en medio de las balaceras y los enfrentamientos de los propios grupos del crimen organizado y en contra de las fuerzas federales.

“Hemos aprendido a vivir con esto”, relata un investigador. “La violencia es palpable, aunque no demasiada cercana”.

En los pueblos del “corredor de la muerte” hay mil historias de “levantados” y ejecutados. “Pero rara vez vemos eso: son cosas que se saben, que se sienten, que hacen que la actividad nocturna sea casi nula, que hacen que la gente hable por teléfono con precaución, y cuide lo que platica y lo que dice. Ni siquiera se sabe cuál de las facciones está asumiendo el control. Solo sabemos que ellos están aquí y que en cualquier momento uno puede quedar en medio de algo”, me explican.

La gente sigue con sus actividades normales, en medio de esa presencia ominosa. Siguen abiertos los comercios y los servicios. “Pero ahora es como si las calles se hubieran hecho más angostas: de un lado está el Estado, y del otro el crimen, y en medio vamos pasando la gente de a pie”.

De vez en cuando suenan a lo lejos las balas y las clases en escuelas e institutos se suspenden. Son los días en los que hay imágenes que se viralizan y todas las conversaciones giran alrededor de los muertos.

En marzo pasado cuatro personas fueron ejecutadas en Villamar: sus cuerpos quedaron a un costado de una camioneta blanca. Alumnos de secundaria grababan la escena a lo lejos.

Sucedió lo mismo en abril y a principios de mayo, cuando dos agentes municipales que estaban a punto de entrar al servicio fueron acribillados en Sahuayo (uno de ellos recibió 24 tiros). Adolescentes de una escuela cercana grabaron los cuerpos y difundieron las imágenes, en una especie de pornografía de la violencia que en Michoacán también se ha normalizado.

En un pequeño poblado de 2 mil personas, los miembros del crimen organizado fueron de casa en casa, diciéndole a la gente: “Si no tiene que salir de noche, no salga”.

Y la gente no sale. Percibe el riesgo de algo que muchas veces no ve. Así se vive en la zona gris de Michoacán .

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