La semana pasada, un faldero que hace barullo en la azotehuela de la “izquierda” llamó virilmente al pueblo a denunciar ante la policía judicial, por “traición a la patria”, a un escritor con quien está en desacuerdo. Claro, en vez de argumentar, el pequeño pequinés ladra en sintonía con la alharaca de los linchamientos que su Líder azuza cotidianamente desde su íntima Suprema Corte de Justicia.

Uno puede aborrecer a otros escritores, y aun a gentes normales, pero llamar al pueblo para que le exija a la policía judicial que abra un expediente y proceda hasta las últimas consecuencias, delata una graciosa patología. Quizás se explique porque hay una previa, pues el intelecacotual de marras suele robarse los escritos de otros, convencido de que si es él quien los ladra, mágicamente son ya de su autoría.

No es inusual que quienes reptan en la mediocridad se alíen con gobiernos triunfales para cobrarse venganzas, purgar amarguras, trepar escalafones y publicar sus obras maestras en las editoriales del Estado. Basta con gritar “¡TRAICIÓN A LA PATRIA!” para quedar bien con la crítica suprema y cosechar las lentejas pertinentes. Abundan los ejemplos de violencia contra intelectuales cada vez que un dictador decide refundar al Estado y requiere acallar críticos. Se vio en la revolución francesa, en la Alemania nazi y en la comunista luego; se vio en China y en tantas otras partes: nunca falta “el clérigo de la traición” que denunció George Steiner.

Y en México, claro. Ya se habían tardado los militantes y funcionarios (de “izquierda”) del trepidante MoReNa en acudir chillichille con Mamá Judicial para acusar adversarios en clara pantomima de su Líder Moral, ese artista del amago.

No, no es nuevo entre nosotros ese “popubrismo”, como llamó Luis González y González a la mezcla de populismo y demagogia entre escritores. Sucedió en 1932, cuando los nacionalistas tarasquearon contra Alfonso Reyes y los escritores del grupo Contemporáneos, por “amexicanos”, aristocratizantes y afeminados y, por ende, de traicionar al pobre pueblo.

Sucedió en 1938, cuando el Primer Tata redituaba prebendas a cambio de militar en el Frente Revolucionario de Intelectuales o en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios o en el Bloque de Obreros Intelectuales y otras agencias de colocaciones, a cambio de pasar lista, asistir a congresos y marchas, escribirle odas al trapiche, escribir música proletaria, hacer ciencia popular y repetir por todos lados las consignas oficiales.

Obviamente, esos intelectuales “comprometidos” no tardaron en denunciar a “todo aquello que no sea rigurosamente considerado como dignidad intelectual y decoro revolucionario”, como dijo Luis Méndez. Y el Estado, claro, se arrogó el monopolio de sentenciar qué era lo “digno” y lo “decoroso” por medio de sus lamezuelas oficiales, esos nacionalistas de 1932 reciclados comunistas en 1938: una recua de mediocres súbitamente encumbrados que llamaron apátrida a Luis Cardoza y Aragón, vicioso a Agustín Lara y corrupto a Enrique González Martínez…

A cambio, desearon que el Estado expropiara las estaciones de radio que “embrutecen al pueblo” para transformarlas en pedagógicas; y que se nacionalizara “la prensa reaccionaria” y se la dieran a ellos porque, como peroró Vicente Lombardo Toledano, esa prensa tiene “una conducta que es francamente delictuosa y que además tiene todas las características de verdadera traición a la patria”.

Y en esas estamos otra vez…