Acostumbrado a celebrar sus muchas virtudes en público (lo que en su caso no es defecto, sino la más grande virtud: el amor a la verdad), el Líder Supremo suele poner entre las más destacables lo que Él afectuosamente llama su “terquedad”.

Palabra fellona, realmente, “terquedad”. Suena a trueque, troquel, troca y traca traca. Los etimólogos riñen sobre su origen. Joan Corominas duda si viene del celta tercos, que significa raro o escaso, o del latín tescum, que denota un lugar agreste y desierto. Covarrubias escarba en el latín atercari, que es altercar y porfiar. Y Pianigiani no decide si viene del griego theriakos, que es como se denomina a un animal salvaje, o del latín tetricur, que da tétrico. En resumen: la terquedad es un animal sombrío que porfía por un desierto escaso.

“Soy terco y radical”, dice; “Soy terco, pero no corrupto”, y así sucesivamente. Es conmovedora la forma científica en que, por ser Él tan responsable como es, analiza siempre su personalidad y cuestiona todo lo que hace y dice, pasándolo por el cedazo de la más inclemente autocrítica.

La última vez que Nuestro Guía asumió la candidatura a la Presidencia, en 2018, en su sermón ante la grey, declaró con apropiada enjundia estas palabras memorables: “Soy terco, es de dominio público. Necio —dicen—, obcecado, perseverante o loco, como suele llamarse a quienes defienden ideales, principios o alguna causa. Con terquedad, con necedad, con perseverancia, rayando en la locura de manera obcecada, voy a acabar con la corrupción.”

Una pieza oratoria emotiva que deberíamos releer con frecuencia y que debería reproducirse matutinamente en las escuelas, después del Himno, para vitaminar a los parvulitos y fortalecer a la planta magisterial. Para empezar, presumir que su terquedad “es de dominio público” es evidencia de un buen manejo de la información. Después, exhibir que sabe manejar sus sinónimos acusa una mente lingüísticamente higiénica y elástica. La velada alusión al ejemplo del Quijote, tratado de “loco” por tener tan bonitos ideales, se
desliza con adecuada modestia. Y por último, la transición a balada romántica, “rayando en la locura de manera obcecada”, aporta un tres por uno de elocuencia.

Como ese discurso hay muchos otros en el mismo tenor o semejante, ya en las plazas públicas, ya en sus cotidianas dos horas de terquedad televisada a la ciudad y al mundo y —habrá que suponerlo— aun en soledad, cuando va a dormirse o se está dando una ducha: “Soy muy terco”. A veces lo dice hasta con anáfora: “Soy terco, terco, terco”, trilogía para que, quien no entendió la primera vez, quizá por terco, tenga una segunda oportunidad y aun una tercera.

Queda claro que es terca la terquedad con la que insiste, una y otra vez, en que es muy terco. Algo que, a la luz del análisis frío, y luego de mucho meditarlo, permite proponer que hay evidencia razonable para llegar a la siguiente conclusión científica: nos hallamos ante una persona tercamente ufana de que su terquedad obedezca a que es muy terco. Una virtud circular y suficiente que se demuestra cada vez que se enuncia; una virtud que es a la vez una pasión, su evidencia y el combustible de sí misma.

Claro, habrá quien argumente que hasta las virtudes, cuando son excesivas, comienzan a rozar al área de los defectos. Y quien alegue que la terquedad sólo es virtuosa si es virtuoso aquello sobre lo que desea aplicarse la terquedad, en tanto que no es lo mismo tenerla para cometer un error, que ser terco para enmendarlo. Y es que cuando la terquedad no arroja resultados positivos deja de ser virtud y se convierte no sólo en defecto, sino en estupidez.

El problema con encumbrar a la terquedad al rango de la virtud termina por convertirla en mandato, en norma moral. Si lo primero que escoge el terco es ser muy terco, condiciona la información que recibe a pasar el filtro de su terquedad. Su terquedad se convierte en la medida de su actuar y su pensar. Deja entonces de ser terquedad para convertirse en monomanía; deja de ser rasgo del carácter para convertirse en religión. La terquedad es una estructura mental que puede convertirse en ideología, en una predisposición mental ante la realidad objetiva.

Nada más fácil para un terco que amarse más a sí mismo que a la verdad. Lo bueno es que el Jefe Máximo actual está terco en que no es ese su caso.

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