Una vez más estamos en el umbral de tres meses de entusiasmo cívico, mirando qué candidato revoluciona mejor a las conciencias y vacuna a la patria contra el virus autoritario, apretando el émbolo y poniendo la curita. ¿Encenderá otra vez Layda Sansores la “llama de la esperanza”? Me temo que sí.

Se vienen 90 días de discursos y promesas. Un tsunami de amor justiciero en el que nadan 20 mil connacionales manoteando igualdad, pataleando lo que viene siendo la jauja social, riñéndose los congresos, los municipios y gobernaturas pero, sobre todo, riñendo la inscripción de su nombre en la nómina con letras de oro.

La patria invertirá decenas de miles de millones de pesos de nuestros impuestos cautivos en la más alta de las tareas: elegir a quienes mejor hablan por ella. Por poner sólo ejemplo, en las campañas para culiatornillarse en la curul (como decía Salvador Novo), cada uno de los miles de candidatos podrá usar 286 mil pesos en su precampaña y un millón 648 mil pesos en su intercampaña y en su campaña, que acabarán en el prebasurero o en el interbasurero. Esa cifra pagaría el suelo de un científico cinco años, pero vale más el candidato de 90 días. Escójanme, mexicanos: soy su salvador, y como prueba les muestro mi axila.

La ciudadanía verá y/o escuchará 40 millones de spots. Es curioso que la actividad humana que mayor desprecio le causa a la ciudadanía esté financiada por ella misma: el masoquismo como proyecto de Estado. Cada spot es un recordatorio de que pagamos para que nos peguen. ¡20 millones de spots retacados de caninos lustrosos, cachetes solidarios, ojos llenos de esperanza, papadas populares y halitosis constitucional!

Sí, me autoplagio: en México deberíamos dedicarnos única y exclusivamente a la política. Triunfar en la política para, de inmediato, empezar a fracasar en política es lo único que sabemos hacer bien. Un “hacer bien” que, se entiende, nada tiene que ver con la idea de que hacer política propicie mejor calidad de vida. No, los resultados serán invariablemente desastrosos para el pueblo, pero espléndidos para la industria de la política, que crea miles de nuevos ricos pero, sobre todo, millones de nuevos pobres, cuya producción debe ir en aumento porque, de otro modo, ¿quiénes serían los pobres —esa materia prima de la política— a los que salvarían los políticos?

Mientras todos los indicadores nacionales se arrastran en la mediocridad, la política alcanza niveles de éxito que baten todos los récords. Las exportaciones, la producción industrial, las patentes, los avances tecnológicos, los niveles educativos, la inversión en la ciencia, todo puede estar colapsado o avanzar apenas simbólicamente. Sólo la industria de la política va en perpetuo, imparable ascenso y producimos más políticos per cápita que nunca.

La industria de la política, en definitiva, debería ser motor del desarrollo y eje rector de la economía. ¿Qué cantidad de empleos directos e indirectos generará esa industria contaminada, pero no contaminante? Sería interesante saber cuánto impulsa a la economía popular la elección de cada legislador, munícipe o tribuno. Cuánto benefician a la economía del pueblo las ganas que tienen los políticos de salvar al pueblo.

Y lo más paradójico de todo es que, con todo y sus horrores y errores, debemos cuidar la campaña. Más que nunca desde la transición, ya bajo la sombra del autoritarismo, es la única esperanza…