Se han narrado las tribulaciones de salud que han sufrido los presidentes de la Patria somera o de aguas profundas. La conclusión, predecible, es que tales vicisitudes se resguardan como secretos de Estado, no sólo por preservar la totalidad del poder en su ejecutante superior, sino también por acrecentar la fantasía de que el Supremo está por encima de cualquier quebranto. No es, desde luego, exclusiva de México tal conducta, pero quizás sí más ritualizada.

La crónica de las enfermedades presidenciales (como casi todo en nuestro país mediano) es bastante insulsa. Que si se le despostilló la clavícula a Fulano, que si a Zutano la vesícula le violó el 127 o que si a Perengano se le descuadró el protocolo. Las vocerías del Palacio esconden las indigestiones, apocan las apoplejías, callan las gastritis o la soflamas en la potra. Pero hay ocasiones en que el quebranto es evidente por el cabestrillo o el yeso delatores, o, en el caso de Díaz Ordaz, el ostentoso parche que atenuó como el 15% de su fealdad (México se divirtió bastante, claro, haciendo conjeturas sobre qué horror habría visto para que su retina se diera a la fuga).

Juárez padeció enfermedades atroces, sobre todo la de Molière, que consiste en tener médicos pendejos: le controlaban lo cardiaco echándole agua hirviendo al pecho para hacerlo cambiar el dolor de la angina por el de las quemaduras, y luego Gabino Barreda le inyectó morfina directo al corazón hasta que feneció por “neurosis del gran simpático”, como dijo el parte médico. Cárdenas fue un caballo y Echeverría aún cabalga, pero Abelardo tramitaba sulfas, a Salinas le hizo una asonada el apéndice y Díaz Ordaz se recoció en sus jugos gástricos que eventualmente le sirvieron de segundo plato un cáncer en salva sea la patria.

Julio Scherer enumeró en Los presidentes que hay tres tipos de enfermedades inducidas por la silla presidencial: “enferma la sangre o el ánimo, o el ánimo y el juicio, o el ánimo, la sangre y el juicio” y le adjudica a la Presidencia “algún misterioso veneno”, el que le daba a López Mateos las migrañas infernales que paralizaban al país y culminaban, a veces, en un cuarto de muros acolchonados que amortiguaban los gritos mientras el pobre se atragantaba de aspirinas.

Ya no era presidente, pero sus tribulaciones llenaban los mentideros. Lleno de aneurismas cerebrales, vivió dos años en estado vegetativo del que nunca regresó, para su bien, pues como le escribió Octavio Paz a Carlos Fuentes: “La historia de López Mateos, su mujer y su hija (¡Avecita!), sus palacios y sus millones y sus queridas. Si es verdad que poco a poco recobra la conciencia, cuando despierte sufrirá un choque tal que volverá a perderla, ahora sí definitivamente: ¡todos sus millones en manos de los padrotes de sus amantes! Hay un diablo que escribe todas estas historias mexicanas: confesemos que su justicia poética es bastante justa. Nuestro infierno es grotesco: es el infierno pícaro de un país que ha pasado del mito al burlesque”.

Antes de sentarse en La Grande, López Obrador declaró una hipertensión que controla con “un coctel de medicamentos” y al coronarse se sometió de rodillas a una nacional terapia de sahumerio y otras magias en las que parece confiar. Pero la discreción en su caso es imposible, ¿cómo administra en privado una dolencia quien gobierna por exhibición?

En fin, ojalá que se reponga, pues en un país tan obcecadamente presidencialista, en la salud del Presidente va en buena medida la de la patria anexa...

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