En la última exhibición de cuánto lo ama el pueblo, el Líder Investidamente Único practicó lo que se conoce como el “beso mordelón” en el cachete indefenso de una niña muy linda.

Sucedió el sábado en la risueña población de Xochistlahuaca, en el pujante estado de Guerrero y lo difundió abundantemente la Presidencia en su YouTube.

La multitud de fieles se arremolina y lo encima, ya lo estruja y ya lo empuja, lo zarandea y jalonea, lo apapacha y lo garnacha y traquetea la matraca. Pero es evidente, al inicio de la filmación (muy profesional por cierto), que el Primer y Único Mandatario está de malas, más o menos inquieto ante esta idea que fomenta cada día de la política como sobamiento, de la praxis como apretujón.

Una turba de damas besuquientas y caballeros tocones; una gritadera estridente de ¡UNAFOTUNAFOTUNAFOTO!. Y ahí va el Líder, rodeado por decenas de celulares consagratorios que han substituido al puño alzado. El pueblo unido se pelea el acceso a la Primera Axila Patria para fotografiarse con ella. Una triunfadora le asesta un beso tronador y muestra bastante elote fingiéndose su amiga, mientras le hacen su foto con el Primer Selfitario.

Y el Ejecutivo, mejilla llena de baba, junta su cabeza con la suya, con un gesto de intenso fastidio.

¿Fastidio o exaltación? Misterio. Quizás el Caudillo atisba la patología de su narcisismo; quizás advierte el error que hay en distribuir panes y peces y ser él mismo los panes y los peces; o quizás sólo está extasiado por el amor de sus fieles y cosecha resignado su febril veneración. ¡Morena en las alturas!

¿Le habrá sucedido algo así a Juárez?, parece preguntarse mientras la turba lo obliga a flotar entre sus olas civiles. Una luchadora de Sumo lo suma a sus senos. Un señor veloz lo aquieta en un abrazo compadrero. Los apóstoles claman “VAMOSASER UNHILERADEFAVOR”, pero la turba los ignora, natatoria.

Al ver a la niña, por fin, sonríe el Investido. ¡Dejad que los niños se acerquen a mí! Ya la acerca jalándola del codito, ya le asesta la primera carantoña. El primer beso falla pues ella, vivilla, se escabulle. El Jefe insiste, la inmoviliza y la asedia con los labios en piquito. Ya le pone la nariz en el ojito, ya oprime su boca en el fresco cachete y posa (una vez más) para la posteridad.

Y sucede el milagro: le mordisquea el moflete.

Bueno. Me simpatiza que nuestro Guía haya cedido así al impulso del instinto. Es formidable que entre las complejidades de su elevada actividad intelectual haya sitio para ritualizar así su condición humana. Porque besar es humano, demasiado humano: el esencial gesto de la comunión.

Pero el beso mordelón, nos recuerdan los sabios, es además un recordatorio de nuestra básica animalidad, remanente del primate que aún llevamos dentro: la mamá changa, madre bonoba, mastica el bolo y cuando se lo pasa interbocas a la cría se mastican juntos.

Entre humanos, ese músculo besante, el orbiculari orbis, evoca al besar la tibia teta con su lactancia y, de pasada, intercambia dopaminas y endorfinas agradables para el abundante nudo de neurotransmisores que lo abruman. Y al besar evocamos esa memoria, como el Líder con la niñita.

El beso con mordida es otro registro. Como bien lo supo Pedro Infante, el “beso mordelón” incluye una “dulce sensación” que sirve para “decirte mi pasión”. Remanente antropofágico, mordisquear cachetes u otras carnosidades globulares, ubérrimas, ya pasa de la lactancia a la carnivoria. Cuando alguien dice “te quisiera comer”, conjugamos el deseo de ser el otro, deglutirlo por exceso de ternura, incorporarlo. Es el beso que cachondea y territorializa marcando con los dientes, dejando huella; el gesto aún vivo del canibalismo erótico que cantó Novalis cuando advirtió que el cuerpo amado “es el alimento corporal más elevado”...

César Vallejo (un poeta) escribió alguna vez: “Me viene, hay días, una gana ubérrima, política, de querer, de besar al cariño...” Y eso fue exactamente lo que, entre el tumulto, le ocurrió a nuestro Moisés con la pequeña. Es comprensible, si se considera lo complicado que es besarse a uno mismo.

Pero al mordisquear el cachete de la niñita, el Curandero Superior no sólo acató al imperativo de su instinto: sanó a la niña. Y es que el lado curativo y religioso del beso —finalmente pantomima de succionar— incluye la fantasía de extraer el mal, extirpar la enfermedad: es el chupetón antiséptico.

Y no hay pandemia que resista al poder de los besos.

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