Algunos protagonistas de la historia intelectual (y política) de la patria, tan religiosamente fieles al eterno retorno, acometen en estos días la vuelta a una “moralidad” que —a su parecer transformativo— debería regir la literatura, la historia, la crítica política y hasta el pensamiento científico.

Varios súbitos funcionarios de trayectorias tan insignificantes como plenipotenciarios sus cargos promueven por medio de proclamas, boletines, súbitamente tonantes entrevistas o micrófonos marciales, el imperativo de alinearse con el consabido catálogo de lo que califica de popular, autóctono y nacionalista.

De nuevo, pues, esa sólida roca para tiempos conflictivos. Un nacionalismo populista con sus cálidas certidumbres de trámite fácil y sus certezas simplonas. Es redituable políticamente; tiene el visto bueno de las buenas conciencias, tan cómodas en sus denuncias contra los agravios de las testas sexistas y/o racistas y/o conservadoras y/o exquisitas y/o ajenas a la realidad y/o indiferentes al sentir popular y/o cercanas a las ideologías impuras…

Un expresivo humor involuntario inflama súbitos jefes: el de las patrias bibliotecas juzga que hay escritores cuya “ideología” es impropia para la llamada “cuarta transformación” (esa fantasía que por el mero hecho de ser anunciada por la autoridad suprema tiene ya rango de realidad).

No menos gracioso es otro infrapope debutante, breve batracio inflado a la dimensión del toro que, gracias al cargo que de pronto ostenta, muge cómo debe ser la literatura transformacional, una sin exquisiteces eruditos ni artificios sofis que, simple y accesible al pueblo.

Estamos de vuelta a 1925, cuando un conato de poeta, Carlos Gutiérrez Cruz, exigía a nombre de la Revolución unas letras que “no requieran de estudio o conocimiento para ser comprendidas”. Sus discursos y los de otros medianos vociferantes —Ermilo Abreu Gómez, Héctor Pérez Martínez— avivaron una larga campaña de censura política (vestida de polémica literaria) contra las letras, las artes y las ideas que impedían al “pueblo” conocerse a sí mismo, acceder a su liberación y etcétera.

Lo intrigante es que la médula de aquel discurso de los revolucionarios intelectuales oficialistas-nacionalistas-populistas-catequistas de antaño retumbe, con cada día más estrépito, en el discurso de los omnipotentes funcionarios culturales de hogaño.

Desde luego, estos súbitos pensadores son libres de preferir, de nueva cuenta (como se discutió entonces) a Federico Gamboa, que es mexicano y se acercó al pueblo, sobre Stendhal, que sólo es extranjero y sólo se acercó a lo humano. Y pueden y deben, se entiende, creer lo que les pegue la gana o les peguen su inteligencia y su gusto. Pero lo que preocupa en todo caso no son su inteligencia y su gusto, sino el poder de que están revestidos para convertir su gusto y su inteligencia privadas en políticas culturales del Estado.

En fin, ahora que inesperadamente ascendió a los altares populares don Alfonso Reyes por su Cartilla moral —en la que atisbó el Jefe Supremo una ruta hacia la transformación moral de la Patria inmoral—, no sobra evocar otro escrito suyo, una no menos inesperada y vigente “cartilla intelectual”.

La escribió en Brasil en 1932 para defenderse de Pérez Martínez y sus huestes nacionalistas-revolucionarias, y para explicarles, con ejemplar paciencia, que para TODO escritor mexicano “México es su cuidado y su norma, es su oficio, es su honor”.

Reyes reivindicó su voluntad de escritor difícil; declaró su desprecio a la censura del “Santo Oficio” populista; sostuvo que el mérito intelectual se gana, no se decreta; denostó al nacionalismo (“la única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal”); alertó sobre el autoengaño de todo aquel que dice hablar en nombre del pueblo; criticó que el poder tienda a convertir a las letras, las artes y las ciencias en “un bloqueo espiritual”; se mofó de quien cree que “hay una manera mexicana de multiplicar dos por dos” y concluyó que oficializar “ideas preconcebidas” es la mejor forma de destruir a la verdadera cultura.

Su argumento final fue que “hay calle para todos” y que mal haría el Estado en llenarla de aduanas.

Se tituló A vuelta de correo. Don Alfonso imprimió de su pecunio un centenar de ejemplares que le envió a sus críticos y cófrades.

Bueno. Quizás convendría editar miles de ejemplares y repartirla, aunque sea en los templos laicos…

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