Hay un error en la biografía de El Supremo: cada día es más evidente que a lo que aspiraba era a ser un cura o un pastor evangélico y que, por un dislate del destino, el día que enfrentó el sendero que se bifurca o la hora de elegir entre el rojo y el negro, escogió político en vez de su auténtica vocación demístico” y “humanista”.

Ese error nos ha dado un pastor bueno y un político malo. ¿Error? Quizás más bien se trate de purgar algún raro pecado. En las religiones abrahámicas, cometer pecados (hay bastantes) exige un prolijo arrepentimiento, la reparación del mal, golpes de pecho, contrición pública. Y si bien ignoro de qué pecado pueda El Supremo sentirse culpable, lo que se puede ignorar más es que ha decidido convertir al país en el escenario de una penitencia personal suya.

Día tras día pide perdón o exige perdón a otros, una compulsión que le resulta agradable, que abreva de un febril estado de culpa, algo que lo orilla a mirar en todos los demás a una bola de pecadores que no siguen su ejemplo. Es como una economía de la culpa, una necesidad de pedir y otorgar absolución que, claro, necesita pecadores a los cuales acusar para luego exigirles arrepentimiento desde el paradójico púlpito patrio: un confesionario mañanero en el que señala con índice flamígero, vibrando de emoción, a tales o cuales culpables y les asesta las condiciones para la expiación.

La clase media es su nueva pecadora censurable. Compañera de culpas, propiciadora de su pecado o su accesorio, la clase media es la medida de una vergüenza que sólo sufre El Supremo. Si desde Aristóteles se entiende que la clase media es la razón final de ser del Estado, El Supremo la acusa de aspiracionista, clasista, racista, hipócrita, traidora, salidoradelante, sepulcro blanqueado y concentrado viperino. Fuera con ella. Un presidente que debería aspirar (¡vade retro, verbo infausto!) a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos, prefiere ya cambiar la naturaleza humana de sus súbditos.

¿De dónde vendrá algo tan disparatado? Porque si se leen las biografías que ha dictado (para dar ejemplo de virtud), o libros como el de George Grayson, es obvio que es el exitoso resultado de lo que denuesta. En ellos se narra que los abuelos y padres de El Supremo eran empresarios del ramo abarrotero, panadero, farmacéutico, talabartero, hotelero, ranchero y hasta industriales del queso, que querían sacar adelante a los hijos que también trabajaban en las tiendas (una de ellas, “Novedades Andrés”, que atendía el preSupremo) para se autosacaran adelante.

Sus abuelos españoles (¿racistas?) se levantaban a las 4 de la mañana (¿aspiracionistas?) para ir al río a comprarle arroz y plátanos (¿acaparadores?) a los campesinos (¿clasistas?) que luego vendían (¿burgueses?) con ganancia (¿explotadores?) en sus tiendas (¿intermediarios?) para tener un rancho bonito (¿terratenientes?) y ayudar a sus hijos (¿individualistas?) y que salieran adelante (¿ambiciosos?) y para enviar a sus nietos a la universidad (¿egoístas?) y luego ir todos al templo (¿sepulcros blanqueados?) para confesarse (¿conservadores?) y comulgar (¿hipócritas?) para seguir encaramándose (¿inescrupulosos morales?).

Supongo que los propios hijos de El Supremo siguen ese ejemplo que funciona tan bien que produce presidentes humanistas. ¿Será ese el pecado que ahora procura purgar?

Qué raro es nuestro país: fundado por curas que querían ser presidentes, ha acabado bajo el poder de un presidente que quiere ser cura…