Recuerdo algo que escribí hace años con motivo de las navidades. Es la triste historia del error que cometió el perro Fortinbras, de cuya espantosa muerte todos fuimos responsables. Lo abrevio ahora porque melancólico estoy y no tengo muchas ganas de escribir.
Me chocan las emociones consagradas por el calendario. Me irritaba desde niño que resquebrajaran el flujo pastoso del tiempo aletargado de la cotidianidad rutinaria. Los curas nos querían devotos en mayo, marciales en septiembre y angelicales en diciembre, cuando la publicidad, las luces y los aparadores extorsionaban optimismo obligatorio. Ya desde antes del error de Fortinbras veía venir la Navidad con una sensación de catástrofe inminente.
Navidad obligaba al corazón a henchirse de emociones como la fraternidad, cuando lo más natural era detestar a los hermanos, y no se diga a la pedante esperanza. Me obligaban durante un mes a ser un niño beato que canta villancicos a sabiendas de que de todos modos me iban a endilgar de regalo un estúpido Meccano (que ahora se llaman “legos”), esa némesis de la infancia clasemediera.
Antes de Fortinbras no era tan grave. Por motivos genealógicos, yo vivía dos navidades diferentes: una católica en español, con nacimiento, niño Jesús y buñuelos, que se celebraba el 24 en la noche y otra protestante, en inglés, con árbol de Navidad, Santa Claus y pastel de fruta que se celebraba el 25 al mediodía. Lo único que tenían en común era que en las dos me regalaban Meccanos. La protestante estaba presidida por mi bisabuelo Terrell Croft, un vetusto ingeniero originario de Connecticut que era idéntico a Buster Keaton, pero más serio. Cuando se dignaba hablar, una vez al año en promedio, justo en navidad, lo hacía en un inglés carrasposo y era para insultar a sus descendientes. La católica estaba presidida por mi abuelo revolucionario Jorge Prieto-Laurens, a quien le daba por narrar minuciosamente la batalla de Celaya justo a la hora de acostar al Niño Jesús.
Pero vayamos con Fortinbras. Se llamaba así porque mi abuela Elizabeth amaba a Shakespeare más que a nada, incluyendo a sus hijos y nietos. Era un perro salchicha color tamarindo que con los años se había hecho bravo a pesar de su apariencia de gordo inofensivo. Bueno, pues nos mandaron al jardín para realizar la ceremonia consumista de pedir regalos a Santa Claus y a Fortinbras, precautoriamente, se le recluyó en la alta azotea.
Y ahí estábamos esperando al tío lleno de ginebra vestido de Santa Claus, cantando a rabiar esa canción enervante de las campanitas. Por fin llegó y armamos el alboroto obligatorio. Y fue entonces que Fortinbras, en un arrebato de bravura senil, concluyó que lo estábamos azuzando para venir a mordernos. Y fue así que, fiel a su naturaleza de perro, se lanzó al vacío soltando tarascazos a diestra y siniestra.
La casa era muy alta y se tardó un buen rato en llegar al suelo. Pero a fe mía que lo logró.
Estupefactos, vimos el desplome del malhadado salchichón sobre el campo de batalla de la ilusión infantil. Esperábamos ver a un Santa Claus de carne y hueso y lo que vimos fue a Fortinbras, también de carne y hueso (pero no en ese orden) materialmente integrado al suelo, en medio de un laguito de hemoglobina.
Desde esa navidad frustrada por la demostrada inoperatividad aeronáutica del perro, pienso en Fortinbras: el factor imponderable que diluye la arrogancia de cualquier esperanza. La huella en forma de tubo que nos heredó, y el eco lastimero de su postrer ladrido, son desde entonces un símbolo cuyo significado se revela un poco más cada navidad, pero que al mismo tiempo nunca será suficiente.

