Comencé a protestar en 1966 y, como tantos en mi generación, me extremé en 1968. Vivía en Monterrey y anduve en las marchas y plantones, grité las consignas, sufrí corretizas, detuve un tolete con la cara, aborrecí el autoritarismo del PRI con su perenne politburo de príncipes prepotentes. Tenía 18 años.

En 1969 llegué a la capital. Comencé a publicar en pequeñas revistas y en suplementos culturales mientras estudiaba y daba clases en secundarias y en prepas, y criticaba al PRI. En 1976 fui a dar a la Revista de la Universidad de México, donde hacía entrevistas a escritores como Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez y escribía reseñas y notas. Y criticaba al PRI.

Luego fui a dar al suplemento sábado, que dirigía Fernando Benítez en el diario unomásuno, que era el diario de la izquierda unida jamás será vencida. Hacía la crítica de teatro y criticaba al PRI. Con mi amigo Gustavo García, que escribía la crítica de cine, hacíamos un programa en Radio Educación en el que con la excusa del teatro y el cine nos burlábamos de todo y criticábamos al PRI.

En esos años, claro, criticar al gobierno era un deporte de alto riesgo. Una vez me referí a la esposa del Presidente. A esa señora y a sus guaruras les daba por recorrer el Periférico violentando a los otros coches, y nos tocó a nosotros y por el enfrenón consecuente el hijito que tenía un año se hirió un párpado y hubo sangre y el guarura hizo je je je.

Comentar el episodio tuvo como consecuencia el fin del programa, nuestra salida ipsofacta de las ondas herzianas y la merma en los ingresos, etcétera. Poco después, al salir de la casa con mi esposa y el hijito herido en el carro, se manifestó otro con tres malencarados que comenzaron a perseguirnos hasta que acabé en el suelo bastante pateado, insultado y gargajeado.

Decidimos regresanos a provincia. Benítez me encargó enviar una columna en la que contara cosas “¡de ese rincón de la patria, hermanito!” La columna se llamó “Frontera norte” y la dediqué a burlarme de mí mismo y de la provincia y a criticar al gobernador Alfonso Martínez Domínguez, que era del PRI (como todos entonces).

Más allá de su simpleza burlona, al releer esos escritos, aprecio que critiqué con relativa solvencia al PRI: sus métodos electorales, su insondable hipocresía, la contradicción de ser a la vez la parte y el todo, su corrupción absoluta, su laboriosa perversión del lenguaje, su vulgaridad mental, su aparato de propaganda, su paternalismo infamante, su control de la vida sindical, la cacofonía de sus discursos, su omnipresencia en los medios, su eficiencia para repartir limosnas sociales a cambio de votos, su odio a los críticos, su capacidad para metamorfosearse en lo que fuera con tal de ostentarse como el partido del pueblo, la voz del pueblo, el amoroso del pueblo, el depositario histórico de los valores del pueblo y el siempre inminente y siempre postergado destino promisorio del pueblo.

Uno de esos artículos decía: “Mienten siempre que es necesario y cuando no también. Su eficacia no se mide en términos públicos sino privados: quien logra una quiebra, una fatalidad o una crisis nacional no sólo no deja de ser un político, sino que se empeña en serlo aún más…”

Eso era en 1984. El Presidente se apellidaba López. Otro López, que también era del PRI y también funcionario próspero de su sistema, es ahora el Presidente. E igual que el de 1984, el López de ahora se pone furioso porque criticamos al PRI, su partido, tan versátil que hasta cambió de nombre.

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