Ha sido emocionante ver algunos juegos en la Copa Mundial. La transformación de Memo Ochoa en súperhéroe, luego de atajarle un pénalti a un metrallero polaco, nos permitió mirarlo volar hasta que —habría dicho el poeta— maulló el sarcástico demonio y lo devolvió al lodo, junto con el resto de la siempre aterrizada Selección Mexicana.

Los porteros son heroicos, un atado de virtudes aéreas para impedir agravios subterráneos. La mezcla de San Pedro arriba y el Cancerbero abajo. Cuando hay una benéfica alineación de astros, reúnen la audacia y el instinto, la buena suerte y el milagro. Lo heroico, que en los demás jugadores es excepcional y optativo, es substancial y obligado en el portero artepurista. Son los que se “rifan el físico”, los estoicos, los “únicos héroes a la altura del arte”.

El futbol es obra en prosa y sólo la proeza porteril es poética. Miguel Hernández, de quien mi juventud fue buena amiga, escribió una “Elegía al guardameta”, raro poema humano al estilo de San Juan de la Cruz, poeta de lo divino. Es una elegía obtusa, llena de connotaciones sexuales. Por ejemplo, la portería, que es femenina, siente “por su sexo el balón, a su bragueta asomado” y orinando airosamente desde su redondez. En otra estrofa, la sobrepoblación de jugadores en el área chica es “un tumulto de breves pantalones donde bailan los priapos su bulto”.

Lamentablemente, el poema canta un lance adverso, pues al intentar un paradón ese guardameta dio con la cabeza en el poste, con violencia tal que, en su cráneo, “como un sexo femenino, abrió la ligereza del golpe una granada de tristeza”, es decir, que el cráneo mostró los sesos y el portero murió instantáneo. Como todo héroe de veras, por vivir rodeado de palos, un portero está siempre a un pelito de la tragedia.

Algo parecido ocurre en la “Oda a Platko” que escribió un muy joven Rafael Alberti al héroe rubio de húngara prosapia. Yo lo evoco, santo cuatrianual, cada que hay Copa del Mundo. El portero Platko, que jugaba con el Barça, se rifó el físico contra un vasco frenético y perdió la rifa y el sentido, pero sin caducar del todo, ahí tirado con el balón en las manos.

Durante un minuto, no sólo el juego, sino todo se suspendió ante la imagen del “rubio Platko tronchado”. Todo, hasta el mar Cantábrico vecino del estadio “se tumbó y nada dijo”; todo suspendido y quieto, “sangrando por ti, Platko” que sangraba a su vez por una herida de seis centímetros en la frente parietal.

Lo sacaron del campo privado aún de sentido y su herida iba dejando por la cancha un dramático río de hemoglobina. En la enfermería lograron sacarlo del desmayo mientras llegaba la ambulancia, pero apenas volvió en sí, Platko se puso de pie, exigió que le improvisaran un turbante de maharaja y corrió de vuelta hacia el combate.

Reapareció como un héroe y, en medio de una ovación desconcertada, Platko volvió a ponerse ante su portería. Con él, escribe Alberti, volvieron el mar y las banderas y la esperanza “y el aire tuvo piernas, tronco, brazos, cabeza”. Los adversarios, muy desconcertados, sintieron que algo fuera del mundo había intervenido en el juego, algo que pareció confirmar que el Barça les anotara el gol del triunfo.

El turbante que le cubría la herida no tardó en desatarse y así, como “un oso rubio de sangre”, siguió jugando y así terminó el juego para volver a desmayarse de nueva cuenta. Y así lo paseó triunfalmente el público, dice Alberti, como una “desmayada bandera en hombros por el campo”...

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