Es muy grave que AMLO quede incomunicado por andar de gira, pues no sólo es el Primer Magistrado: es el Único. Suele decir que prefiere recorrer los pueblos a trabajar en su oficina, se otorga el antecedente del Tata Cárdenas y dedica los fines de semana a una inacabable gira compulsiva.

Alguien que se precia de visitar tantas veces los mismos lugares para comprobar que hay escuela, hospital, pavimento y drenaje no parece percatarse de que retornar implica que la primera visita fue improductiva y ameritó vuelta. Su argumento de que sólo así es que se entera de “las cosas” (hay baches, no hay bisturí, el trapiche marcha) ¿no supone una descalificación de los muchos funcionarios a los que se paga para estar a cargo de esas cosas?

Cuando llega el pueblo lo “arropa” (como dice la magnánima cursilería) cumpliendo su papel explicable: la visita abole la abulia, confirma que el Señor es de carne y hueso, da de qué hablar tres meses y, claro, revive la esperanza. Y el Presidente, feliz de ser famoso, decide que el pueblo es tan feliz como él y se pasea irradiando poder y consolando al afligido.

Debería controlar su adicción a ese fervor. Más que un Presidente amado, se necesita uno informado y conectado. Uno que interrumpe la agenda para bajar al zócalo para ser reconocido por los paseantes tiene un problema de inseguridad. Satisface su narcisismo, pero obnubila que el verdadero amor al pueblo es más demostrable en la oficina eficiente que en las selfies callejeras. Que al parecer rechace la tecnología que lo mantendría comunicado, ¿será una prolongación de ese desdén a la oficina?

Es rarísimo que no haya a su lado un técnico con un teléfono satelital, aparato mucho más relevante que la parafernalia que debe moverse para el narcisismo de cada fin de semana: la sillería, carpas, atril presidencial, maestros de ceremonia, escenarios y escenografías que viajan por todo México, a costa del erario, para ponerle un marco elegante a la ritual exhibición de su humildad.

Esta exhibición de humildad ha acabado por nulificarla. La persona verdaderamente humilde vive sus virtudes interiormente, no demanda su confirmación ni busca recompensa. La modestia se anula cuando se ostenta (es lo que en lenguaje evangélico se llama un “sepulcro blanqueado”). En el momento en que la busca —la multitud vitoreándolo, los niños cantándole (cosa ya muy torcida)— se transforma de humildad de cuarta en vanidad de primera. Lo mismo que cuando exhibe su desprecio al dinero para saciar su boato a contrapelo. Si el halago en boca propia es vituperio, AMLO convierte a sus seguidores en la boca de su autohalago. Y el despliegue de adulación (sobre todo de sus intelectuales orgánicos) evidencia que es susceptible a ella…

¿Será su vanidad el problema? Puede ser parte de sus fantasías anticipatorias: así como decretó que México ha sido ya “transformado”, en vez de esperar el lento juicio de la posteridad, decreta cotidianamente que sus personales virtudes aumentan. Se ahorra así el trámite de someter proyectos y programas al juicio del tiempo, y los convierte en profecías consumadas por decreto. No distinguir entre aspiraciones y logros puede ser un acto de fe o un voluntarismo, pero cuando altera la realidad es grave: ¿en qué medida no haber planeado el operativo en Culiacán se debió a que, en su imaginación, el narco ya siguió su ejemplo y ya volvió a la senda del bien?

El hombre no cesa de exhibir su apego a las virtudes cardinales ni a las teologales. Su ética está hecha de lo que aún se llama los “frutos del Espíritu Santo” (alegría, paz, bondad, mansedumbre, humildad, modestia) y su programa de gobierno abraza las “Obras Corporales de Misericordia”: dar de comer al hambriento, de beber al sediento, vestir al desnudo y dar posada al extranjero (salvo excepciones). Hasta su ira es “santa”, cuando se la permite para expulsar mercaderes o callar a la prensa filistea. Y la suma de todo ello se condensa en lo que ahora proclamó como “doctrina” de Estado: amar al prójimo (amor que, en el caso de un político, siempre pide copia de recibido).

Todo esto es, desde luego, muy encomiable, pero… ¿llegará algún día a Proverbios (8:13) y a sus advertencias sobre la soberbia? A saber. Mientras tanto, haría bien en, por lo menos, mandar comprar un teléfono inmodesto…

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