La semana pasada El Supremo tuvo a bien actuar de nuevo en la obra de teatro que consiste en mostrarle a su pueblo estupefacto que es el campeón del beisbol. En jornada laboral y con mil problemas encima, pero encontró el tiempo para ir a “relajarse” asestándole un batazo a una indefensa bola de beisbol.

En esa obra de teatro, El Supremo es simultáneamente el autor, el director de escena y, desde luego, el actor principal, el héroe. Hasta hace la concesión de meterse a un uniforme, ardua cosa para un señor convencido de no ser igual a nadie. Luego acomoda a sus actores: en las gradas pone a sus ayudantes que son el pueblo que lo anima y le aplaude; en el campo coloca a un pítcher y a un par de recogebolas. Cátcher no: ¿para qué, si El Supremo siempre batea puro jonrón? Y desde luego nada de ampáyer: ¿para qué un juez autónomo, seguramente corrupto y costoso, si El Supremo nunca hace trampa?

El asunto del pítcher exige más cuidado. Hará el papel del “adversario” que tratará de poncharlo en teoría, pues en los hechos sabe que su papel consiste en servirle a El Supremo unas bombitas fofas para que se luzca con un estruendoso macanazo. Y no es que hagan 20 tomas hasta que salga un jonrón verosímil: es que SIEMPRE da jonrón (como Kim Jong-un, que siempre hacía hoyo en uno jugando golf en Norcorea). De todos modos, para darle verosimilitud, manda traer a un veterano de las grandes ligas que es por tanto un fifiboilero, un neoliberal de la pelota caliente, la “leyenda” a quien humillará El Supremo frente a sus felices fans.

(Es curioso: las grandes ligas de Estados Unidos son la única instancia internacional que El Supremo respeta. Sólo ante ellas no tiene “otros datos” ni les opone reparos patrióticos, ni nada. A la ciencia la expulsa y le tasajea presupuestos, pero la escuela de beisbol que ordenó fundar recibe 80 millones para formar jugadores exportables a esas grandes ligas.)

Bueno, todo lo anterior ya es intrigantemente pueril, pero todavía falta, pues El Toletero Máximo es además el locutor del “partido” que narra sus propias proezas al tiempo que las ejecuta. Así, mientras espera la pichada, le grita al micrófono: “Un hombre en base, dos outs, novena entrada, juego empatado. Pichando el de Medellín, la leyenda ‘Zurdo’ Ortiz. Bateando El de Tepetitán” (así se llama El Supremo cuando juega beisbol).

Esta clase de ficción se llama copretérito lúdico, ese “que yo era” que pactan los niños cuando en su juego dicen “que yo era Supermán” y describen sus hazañas mientras las actúan; o los delirantes como el Quijote que imagina “que yo era un caballero andante” hasta que olvida que era juego, lo proclama como un hecho real y transita del copretérito lúdico a la presente locura...

Volvamos al partido. Todo está listo. El Supremo ha escogido el escenario más extremo, la situación más emocionante del beisbol que, suponemos, a sus ojos es un símil de la “transformación” en que se afana su México. El tiempo se detiene, el suspenso es terrible, total el silencio. Los poderes legislativo y judicial esperan, el pueblo sufre, Benito Juárez mira desde su nube... ¡TODO DEPENDE DEL HÉROE!

Y por fin viene el lanzamiento y… ¡Mocos!: ¡El Supremo pega de jonrón otra vez! Y grita feliz para las cámaras y los micrófonos y la Historia patria: “¡Se acabó el juego!”. Una vez más dijo “que yo era el salvador de la Patria” y una vez más la salvó.

Y El Supremo agradecela ovación y se regresa a supalacio…