La discusión sobre el concepto de soberanía nacional es compleja en tiempos actuales, pues debe entenderse ante realidades comerciales y geopolíticas que necesariamente la matizan, como la economía globalizada, las monedas supranacionales, como el euro; los mercados interconectados por cadenas multinacionales de producción y distribución, las migraciones y las fronteras cada vez más borrosas que ya permiten hablar de estados y democracias plurinacionales.

A nuestro líder Supremo, el Lic. López Obrador, le ha dado mucho últimamente por hablar mucho de “soberanía” como sinónimo de particularidad cultural, como una suerte de principio identitario donde reside lo más exclusivo de nuestra identidad y nuestro orgullo (esa ufanía nacionalista que, como decía Jorge Cuesta, es más bien la medida de nuestra siempre viva susceptibilidad).

Estas alabanzas a la soberanía obedecen a que el gobierno de México (en ejercicio de su soberanía) firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, y lo volvió a firmar recientemente, al parecer sin leer con el debido cuidado los términos del contrato. Y bueno, pues nuestros socios han decidido querellarse con México porque los mexicanos o no sabemos leer contratos o se nos olvida por qué los firmamos. Y según nuestro Soberano esas querellas ofenden nuestra soberanía. Y bueno, pues todo indica que, una vez más, se va a armar la infaltable gorda…

En tiempos arcaicos, la soberanía era el poder que se otorgaba a sí mismo un soberano (rey, tirano, dictador) para administrar la ley a su conveniencia y, claro, suponiendo estar él mismo por encima de esa ley. Es el soberano que asume que representa al Estado y al pueblo, y aún a la Patria, porque sus soberanías han encarnado en él, porque él es más soberano aún: “la ley es lo que el soberano dice que es la ley”, como rezaba la definición premoderna.

Bueno, ni tan premoderna. No son pocos los neosoberanos como los dictadores de Cuba, Venezuela o Nicaragua (por mencionar sólo a los vecinos) que aún entienden así a la soberanía. Soberanos que actúan como tales porque tienen el poder y al ejército, claro, pero también porque asumen que la soberanía popular (que suelen ensalzar) les ha sido entregada en comodato vitalicio por el pueblo, porque lo encarnan más y mejor que nadie.

Se trata de una cesión de soberanía que incluye al poder legislativo, ese que, como dicen los presidentes mexicanos cuando rinden su informe anual, es la verdadera soberanía, la única realmente popular según la ley. Y sí, pero es una soberanía frágil que el soberano suplanta con la suya propia cuando dice que su ley es más ley que la constitución y las leyes que de ella emanan. Su soberanía personal, así parece entenderlo, es superior a la del legislativo; sus leyes de soberano están por encima hasta de la separación de poderes. El mexicanísimo resumen “mi palabra es la ley”, que antes era una bravata de borracho lamentable, comienza a ser, poco a poco, razón de Estado…

Es curioso. Nuestro actual Soberano cree encarnar la soberanía del pueblo, la legal, la popular, la moral, la cultural y las demás que le pongan. “El pueblo es el soberano, es el que pone y quita, es el que manda”, suele repetir, calurosamente. Pero sólo él sabe qué pueblo es ese y qué dice ese pueblo. En una mañanera reciente presumió ser el único mexicano que conoce todos los municipios y el mexicano que más habla con los mexicanos. Y si alguien no lo cree, retó con valentía, “aquí los espero” (“aquí” siendo el Palacio Nacional, donde residen él y la soberanía). Su palabra es la ley.

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