Quería oficiar en esta columna, durante este año cargado de celebraciones históricas, una efeméride más bien prudente, la del centenario luctuoso de Ramón López Velarde, poeta superior. Pero ¿cómo, en medio de tanto sobresalto?, ¿cómo, cuando, por acudir al ejemplo de la semana, parecemos recular hacia un pasado militarista que, al parecer ingenuamente, creíamos haber dejado atrás?

No le caían muy bien, por cierto, a López Velarde, los ejércitos cuyos “vientos de fronda” subvertían su edén de “reaccionario”. (Ya Gabriel Zaid ha estudiado, en “López Velarde reaccionario”, que se halla en línea, las vicisitudes de ese apelativo.) Era explicable la fobia en un joven que tenía 22 años cuando, en 1910, México se perdía en asonadas y rebeliones de cuanto caudillo armaba sus fantasías con su ejército correspondiente. Sólo al de Carranza lo toleró, claro, pues veía en él al ejército postrero, al que consumaría la bola para transitar finalmente a la deseada instauración de un gobierno civil.

El joven poeta militó desde un principio en la causa civilista, y se dio de alta por única vez como soldado inerme en sus filas democráticas, como se lee en una carta de 1911 a su mentor Eduardo J. Correa en que le participa “que una de las satisfacciones más hondas de mi vida ha sido estrechar la mano y cultivar la amistad de Madero, y uno de mis más altivos orgullos haber militado como el último soldado del hombre que hoy rige al país”. Un entusiasmo que no tardaría en colapsar bajo los ejércitos…

No tengo a la mano mi edición crítica de la correspondencia (la publicó en 1991 una editorial que se llamaba Fondo de Cultura Económica) que intercambiaron entre 1905 y 1913 el joven zacatecano y Correa, su primer tutor político en el Partido Católico Nacional. No está en línea, y lo lamento, porque creo que hay en él algunas reflexiones sobre los ejércitos pululantes de esos días aciagos.

Algún biógrafo narra cuánto sufrió al enterarse de que unos villistas, apoderados de su natal Jerez, habían sometido al pueblo al infierno de su vesania. Un generalillo, “enloquecido de poder y de tequila, mató a una mujer que se negó a revelar el escondite de su hija. La arrastró con el caballo. A un sacerdote y a su madre, los arrojó vivos a una caldera. Se ensañó con un notable del pueblo y lo despedazó poco a poco. La esposa iba detrás de ellos gritando como una loca, recogiendo los pedazos que le amputaba a su marido…”

Aborrece que los ejércitos escriban, con la atroz caligrafía de sus fusiles, “en la cal de todas las paredes” sus “negros y aciagos mapas”, esos en los que, de volver al pueblo, el hijo pródigo leería “su esperanza deshecha”. Así dice “El retorno maléfico”, enorme poema de-ante-bajo-cabe-para-por-según-sin-sobre y tras la Revolución Mexicana.

Desde su resistencia a lo militar viene que cante a “La Suave Patria” con sordina, sin épica, en murmullo silencioso. Y que cuando escucha que se dispara un obús le responda —con gesto gracioso y desesperado— lanzando de regreso un higo milagroso de San Felipe de Jesús... Y que el único ejército tolerable para él sea el del “inútil combate” entre los corazones y los ojos y los sexos.

Y sí, desde luego que hay una labor que debemos agradecer, y mucho, al Ejército mexicano, que es cuando salva vidas. Y la otra, la mejor de todas, la que consiste paradójicamente en extremar su invisibilidad. Por eso conviene apartarlo, como dice López Velarde —de “la igualdad de las ideas, uniformadas como soldados rasos”…