El lenguaje refleja al orden que los varones imponen al comercio con las mujeres. Fuera de la legal esposa, las denominaciones del vocabulario urdido por los curas, los jueces y los demás tartufos ejemplares, proponen un catálogo degradante: concubina, amasia, zorra, movida, mantenida, malmaridada, adúltera, amancebada, etc. El varón, en cambio, queda incólume. Según el diccionario un barragán es un tipo valiente y osado, pero una barragana es puta. Cosa de los poderosos que ponen las reglas: Abraham tenía tres concubinas, Salomón 300 y los sultanes serrallos resistentes al censo.

La concubina es una esposa de segunda clase, un amorío circunstancial, inferior en categoría a la titular de tiempo completo con documentos en regla. La concubina puede escabullirse y saltarse todas las aduanas salvo la de las nupcias consagratorias. Esposa fake, subsidiaria, la concubina funciona “como si” fuera una esposa, en ese ámbito de los “como si”, lleno de nieblas.

Concubina es la palabra de moda. Es bonita palabra. De no haber acabado subrepticia, podría haber sido nombre de mujer guapa, hermana de Clementina o Columbina. Pero quedó de palabra pecadora y reptante que suena a concupiscencia y a conculcar y retumba en el subsuelo de la intachable moral macha.

Son más las concubinas incómodas que los concubinarios sagaces. La literatura —desde Homero o la Biblia— pulula de concubinas y dramas anexos. En “Adiós a la concubina”, el alto Gonzalo Rojas cantó el conflicto sin azúcar ni melindres: la concubina entra a una guerra sin ataduras, reclamos, leyes o juramentaciones. Es una guerra en la que “útero es útero y falo es falo, no hay aura ni distinción, ni mucho menos Danza, haces tu número en la feria y te vas, todo es comercio de hombre y de mujer”. A lo que respondería la concubina: “Esta es mi fiereza, mi rey, acuéstese de una vez en este hueco de placer: de ahí saldrá más entero que de adentro de su madre.”

Viene del latín, concumbere que francamente significa acostarse, yacer y cohabitar (casi siempre con alguien). Los diccionarios redundantes dicen que la concubina y el concubino viven en un concubinato que no es —como en el viejo chiste— un pueblo de Guanajuato sino “la relación marital de un hombre con una mujer sin estar casados”. Y el varón que tiene concubina se llama concubinario y juntos cometen concúbito, que es una forma legaloide de decir coito (que es una forma de no decir “coger”).

Los concubinarios son, pues, las personas que, por la razón que sea, han elegido no colocarse en las nucas el yugo del matrimonio. El yugo, por cierto, es el aparejo que unce a las dos bestias ayuntadas que tiran del arado y los cónyuges pantomima de esas bestias: dos ayuntados que aran su destino. No son pocas las palabras agrícolas que trasladan la eficiencia de penetrar la tierra a la anatomía, las leyes y rituales de penetrar los cuerpos.

Así las cosas, quienes concubitan en su concubinaterio con sus concubinas están libres de cargas legales: concubitan, pero no necesariamente cohabitan; se ayuntan, pero no son yunta; se conjugan, pero sin ser cónyuges; pueden ser amorosos, pero morosos. La concubina es una coyunda de segunda.

Claro, las siempre avaras leyes humanas y divinas se empeñan en someter al concubinato a los rigores del contrato social y contractual, pues abunda el canallaje que medra con la anomalía. Es la razón por la que en México, por ejemplo, hay un “Código de Ética” que prohibe medrar a los empleados federales, pero también a “su cónyuge, concubina, concubinario o conviviente”. No pueden recibir despensas, pero sí todas las dispensas…

Acaba de sentar jurisprudencia un poderoso cuanto influyente concubinario nacional que para proteger una descomunal fortuna disimulada entre las sábanas de la concubina, logró ascender la difusa categoría “pareja sentimental” de algo que era meramente erótico y privado al rango de lo jurídico contable y administrativo: de lo púbico a lo público.

¿Cómo explica usted una fortuna de esas dimensiones en la contabilidad de su pareja, licenciado? Respuesta: “son cosas del sentimiento”. Pues sí: la pareja sentimental es un paraíso (fiscal).

Habrá que poner al día toda la legis
lación y el “Código Ético” y aun la Cartilla Moral.

Mientras, las malditas gentes en sus benditas redes asestan más banderillas a la concubina y no la bajan de movida, de nalga o revolcón. Y el varón, una vez más y como siempre, ileso…

Volveré, ¿volveré?, el 7 de enero…

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