Es un hecho que el Primer y Único Magistrado disfruta escuchándose, que él mismo es su primer auditorio estupefacto. También hay señales de que suele estar muy de acuerdo consigo mismo. Y evidencias de que él es el primero que disfruta, en sus largas peroratas, su repertorio de frases de batalla, lugares comunes e ideas fijas (esas que, como decía el clásico, podrán ser fijas, pero no son ideas).

Es curioso el empleo de ese repertorio. Son como las canciones de éxito de los grupos musicales, que las van soltando a lo largo del concierto, pues saben que la multitud habrá de enardecerse y disfrutará corearlas. Es cada vez más frecuente que el público se adelante a la frase predecible y que le pidan en coro que ha llegado la hora de enunciarla, y que cuando por fin llegue el “¡Abrazos, no balazos!” la multitud se balancee satisfecha, colgada de sus celulares.

Mientras repta la cansina mañanera, o mientras se enardece el auditorio en el villorrio de provincia, el Padre de la Patria cuelga sus frases de batalla como calzones en el tendedero de su discurso. Y la multitud las celebra no porque le interese su contenido, sino porque certifican la presencia del Elegido. Ante cualquier pregunta incómoda, el Padre de la Palestra podrá decir “¡Tengo otros datos!”. Puede ser dudoso, y el auditorio lo percibe, pero que haya cumplido con el ritual de enunciar la frase es una satisfacción superior a su verdad.

Pero las frases y las consignas agotan su ciclo después de 300 conferencias y 200 discursos: mil horas/micrófono que convierten sus canciones en cantaletas. La primera vez que dijo, por ejemplo, “¡Los voy a acusar con sus mamás!” o “¡La mentira es del demonio!”, ante la ovación lanzada por quienes ansían calificar de justos, el Señor Presidente pareció pasmarse de su propia ocurrencia y, con gesto de deleite, se sintió santificado por el aleteo pentecostal del Espíritu Santo. Y hay indicios de que él mismo se acostumbró ya a su propia impredicibilidad.

Sospecho que el Gran Comunicador Patrio se apercibe de que sus reiteraciones se ahuecan y de que, lamentablemente, la musa encargada de reactivar el repertorio no parece estar en su mejor momento: la confección de frases cada vez más rotundamente bobas, ancladas en una puerilidad penosa (fuchi caca, fúchila guácala, etc.) anuncian cuatro años de mañaneras y discursos hilados de silencio y onomatopeyas.

Cuando se enoja es gracioso. Comienza a rugir, suelta karatazos fonéticos, se altera el rango de las vocales y, como con los locutores deportivos, sus letras “e” se manchan de “a” y las “a” se le infectan de “o”, y todas se agregan un dejo sónico de guturales amenazantes: “¡SA LAS PARDONÓ SA DEUDAGH! ¿O NO? ¿NO FUA CIERTA ASÁGH?” Y si la multitud sigue gritando, el Líder del Pueblo saca su metralleta de noes, que es más grandota que la del pueblo, y además tiene bocinas, y balacea a los mal portados con una ráfaga de “¡NONONONONONONONONO!” feroces. Este fin de semana, en lo que pasará a la historia como el “Desencuentro de Macuspana”, largó un tableteo de tarabilla tartamuda: un “¡AVERAVERAVERAVERAVERAVERAVER!” de siete tantos que impuso nueva marca mundial.

En aras de la eficiencia, y ante el hecho de que los mexicanos promedio debemos soplarnos un promedio de 18 horas semanales de discursos (incluyendo los ruidosos silencios), quizás sea más sencillo aprender a leer los signos corporales y las veleidades gesticulantes del discurso (lo que los científicos llaman el “lenguaje no vocal”). Sería una forma de prepararse para las miles y miles de horas/micrófono que faltan en el sexenio.

Cada vez que el Inminente Benemérito se pertreche detrás de su palestra (o sea siempre), se cancela el volumen y se escuchan sólo los gestos. Es divertido. Ponga un discurso en silencio y juegue a adivinar qué está diciendo: le atinará casi siempre, no porque sea usted muy astuto, sino porque la temática es limitada. Pero si las palabras son pocas, la gestualidad es menor: un breve catálogo de tics, los meneos de cabeza, el cuello guillotina, los énfasis craneales, la sintaxis ocular, la verbosidad de las manos, las cejas censoras, los labios pucheros, el dedito flamígero, el molino de los brazos y el resto de los aerobics de su oratoria.

Quizás en medio del barullo gestual logre usted escuchar, renovada, su mejor frase hasta la fecha: ¡TENGO DERECHO A MI SILENCIO!

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