No son pocos los indicios en el sentido de que el Primer y Único Magistrado de la Nación, Lic. Andrés Manuel López Obrador, hace sentir el peso de cargo en su rechazo a la manera que las universidades públicas regulan, desde su autonomía, el ingreso de sus estudiantes.

El pasado 2 de octubre, el Presidente reiteró que “yo no estoy por los exámenes de admisión. Todos tienen que tener (sic) la oportunidad de estudiar. Incluso si llegan con rezagos, que haya un periodo de actualización, de mejora educativa, para que puedan estudiar, pero no rechazar”. Mil veces es mejor, concluyó diciendo, “tener a un joven estudiando que en la calle”.

Durante su campaña, en marzo del año pasado, el candidato ya había anticipado que, con su triunfo, las universidades no rechazarían a nadie. A nadie. Punto. Dijo: “Yo sé que si todos los jóvenes tienen acceso al estudio, que no ha sucedido, porque ha sido muy irresponsable lo que han hecho de que se le niega la posibilidad de estudiar a los jóvenes, los rechazan con la mentira y hemos actuado como cómplices muchos, que nos quedamos callados. Se rechaza a los jóvenes con la mentira de que no pasan el examen de admisión cuando no es cierto que no pasen el examen de admisión. No hay presupuesto, no hay espacio, pero no es que no pasen el examen de admisión. Es lo más irracional el rechazar a los jóvenes que quieren estudiar”.

Hubo quien preguntó si abolir el examen atentaba contra la autonomía de las instituciones y el candidato respondió que no, que de acuerdo a sus propios datos, él es muy respetuoso de la autonomía. ¿Lo seguirá siendo el Presidente? Es inevitable preguntárselo ahora, cuando lo que antes era opinión de candidato puede transformarse en edicto o iniciativa de ley. Y tampoco es muy buena señal que su laborioso razonamiento se haya relanzado cuando la UNAM va a elegir rector.

El tema es complejo. Recicla la tradicional bandera de quienes se enfadan por el hecho porque las universidades forman élites que se alejan del pueblo y, peor aún, van a explotarlo. De cualquier modo, quien porta “la más alta investidura” ya lanzó sentencia inapelable: es “mentira” que los aspirantes no alcancen el puntaje requerido.

Más allá de la obviedad de que el examen no fija un puntaje mínimo, sino que otorga el ingreso a quienes logren los máximos, de acuerdo con los propios datos del Alto Investido, a los aspirantes no los “rechaza” su desempeño en el examen de ingreso, sino las instituciones académicas que emplean el examen como un mero filtro para controlar el cupo.

Y bueno, si el problema es demográfico y no académico, ¿qué se puede hacer? La historia nos dicta que la opción será recurrir a la tómbola, como hace la Universidad Autónoma de la Ciudad de México que fundó el Investido cuando sólo era jefe de gobierno y que, para poner el ejemplo, no rechaza a nadie. A nadie. Punto. Pues en los hechos a los aspirantes los rechaza el azar, no la institución ni sus muchos o pocos méritos individuales. Lo hace una tómbola que no es filtro, aunque filtre.

Por otro lado, es imposible no recordar que algo no funcionó del todo en esa alternativa, pues el Coeficiente de Desempeño Académico de la UACM ha sido más bien bajo: hasta 2011, más de la mitad de sus inscritos había obtenido menos de 2.5 puntos sobre 10 y sólo el 15% estaba por encima de 5. Conclusión: el azar puede ser muy justo, pero discierne poco.

Sí, todo parece indicar que va a haber un conflicto entre una idea religiosa de la igualdad y las universidades para las que la igualdad, para serlo de veras, debe medirse como excelencia, como algo medido como competencia.

No es lo mismo el igualitario derecho a ser educado, que proclama la Constitución, que la corresponsabilidad individual de ameritar ese derecho. Lo difícil es la igualdad por decreto. Hace años escribió Allan Bloom (otro de esos cuyo nombre no debe ser nunca pronunciado, lo sé) que la confusión entre el derecho a la igualdad de oportunidades para la educación y la igualdad de facto nace de “todas las doctrinas necesarias para persuadir a sus adeptos de que semejante igualdad es posible” y de que si no se ha logrado es por culpa de los malos.

El riesgo es que las universidades se conviertan en un escenario más de esa pugna entre nuestro régimen democrático liberal y el culto religioso del igualitarismo, por desgracia, no parece ser pequeño…

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