Son curiosas las nuevas formas que adopta en el México transformante el vetusto arte de adular poderosos en turno. Adular aquí es artesanía popular: lisonjear presidentes es un protocolo obligado que se manifiesta en desplegados besamanos, himnos trepidantes, la frenética matraca, la manta gritona, la sudorosa porra popular: el orgasmo fingido de “las bases”.

Los presidentes se zambullían con estudiado hieratismo en ese fervor. Avanzaban como exploradores antárticos entre nevadas de confeti; dominaban con soltura titiritera la calistecnia del brazo decidido y la abierta mano que no tiembla; bendecían severos a la CTM y a la CNOP y a la CNC y a todas las subsidiarias ristras de consonantes revolucionarias.

Secretarios de Estado, líderes sindicales, empresarios fastuosos, príncipes purpurados, todos exhibían las dentaduras blancas y afiladas elevando loas al Líder Magnífico, entonando alabanzas y supurando sudor tricolor mientras el circunstancial Padre de la Patria soltaba tenues pero varoniles karatazos de agradecimiento.

El pueblo cautivo jamás era vencido: kilométricas vallas humanas ululaban consignas bajo la vigilancia severa del jefe de personal o del monitor sindical que administra la esperanza de salir con la promesa del drenaje, el teléfono o la luz: mira, Bartola, ahí te dejo estos dos huesos.

El Primer y Único Magistrado se las arreglaba hasta para evidenciar su superior modestia. “Gracias por cubrirme con sus finezas” —fórmula sancionada por el Manual de Carreño revolucionario e institucional— musitaba, luego de gritar vivarachos vivaméxicos mientras barría con aquilina mirada al pueblo adiestrado.

El embeleco alcanzaba su apoteosis el día del informe presidencial: una descarga de zalemas entre el incienso republicano, en medio de la cual el Jefe de la Revolución eyacula vivaméxicos pues, como narra Hernández Campos, lo que grita en realidad es “¡Viva yo!”, mientras se lleva la mano a los testículos y siente “que un torrente beodo de vida/ inunda montañas y selvas y bocas”.

Sobre todo bocas.

Las que hoy se llenan con la consigna “no somos iguales” —tan cara al actual Mandatario, paradójico adversario de la desigualdad— han decidido no ser iguales en nada a sus iguales del pasado; no ser iguales ni siquiera en el arte de practicar la zalamería. Y no, no son iguales…

Los usos y costumbres originarios de la adulación pública, practicados por los tiralevitas revolucionarios e institucionales de décadas, ahora se sazonan de ideolectos sociológicos; las antiguas porras de los lameculos vienen ahora camufladas de academia y bajo bonetes doctorales. Los otrora tintoreros del Primer Ego de la Patria invertían coba en busca de la gobernatura, el liderazgo sindical o la secretaría; los actuales son inversionistas en el plazo fijo del curriculum, ahorradores de futuro en la fama acuñable y la banca a futuro de las universidades.

Antes, los matraqueros adulaban el día del informe, el desfile o el destape; los nuevos acólitos privatizan sinecuras cotidianamente en los medios masivos con cargo al erario, empastelan editoriales con merengue y agrupan a las nuevas “fuerzas vivas” de las redes sociales en la convicción cantable de que muy pronto “el hombre del hombre es hermano”. Y no importa que plagien.

Pero no deja de haber cierto desconcierto. Generaciones de compatriotas formados en el desdén a la autoridad tienen que aprender, de pronto, a sudar los aerobics de la genuflexión fructuosa.

La escena más ilustrativa la actuó el evidente Ackerman en alguno de sus múltiples programas televisivos, cuando proclamó que al escuchar la “misa cívica” de la conferencia mañanera “yo me inspiro, me tranquiliza, me centra, me hace ver que el líder nos lleva por un camino positivo”. El garatuso le arrancó con ello sonoras carcajadas a su socia y aun a su público cautivado, que pensaron sensatamente que bromeaba.

Y no: era en serio. El mimoso animador de televisión acababa de convertirse, ante sus miradas estupefactas, en titular de la Secretaría de Adulación Pública. Un cargo que refrendó al declarar que la ceremonia del grito “me conmovió hasta las lágrimas”, algo que no se dijo en décadas del PRI y que sólo se mira en Norcorea: las lágrimas como rúbrica de amor al Líder.

Es curiosa la nueva adulación. ¿Le deberá algo a la creciente frecuencia con la que el Líder se adula a sí mismo? Ojalá que no. Las tablas gimnásticas son horribles y la palabra adular —como explica el conservador Juan Corominas— viene de una peor: aullar.

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