“Pintura y meseros” es, aun siendo certero, un título horrendo. Pero así sucede: cierto día deja uno de acicalarse, de bolear sus zapatos, de comer diariamente y de buscar un bello título para su columna, como es el caso. Las cosas que suceden en el más acá pierden peso ante la cercanía de las cosas del más allá. Me importa tan poco el más allá que me estoy quedando carente de motivos. ¡Veo un trago! Y, sin embargo, me parece tan lejano. No veo en mi futuro un perro, ni la horticultura ni mucho menos clases de literatura: soy escritor no profesor; sé intercambiar canicas, pero ya no hay canicas: simplemente no sé transmitir conocimiento en un aula. Quizás podría transmitir odio o desprecio; pero de eso hay exceso en la oferta humana. Hace una semana afirmé que uno no puedo ser erudito de lo general, sino sólo de algunas migajas encarnadas en un tema o saber particular. En mi futuro sólo veo mi pasado, y tiemblo. Creo poseer talento para reconocer la buena pintura y el arte en general; y también conozco a fondo el comportamiento de los meseros. Podría reconocer su honestidad o su marrullería apenas se acercan a la mesa. Me he encontrado con algunos excepcionales y afables, discretos y memoriosos. A la vez he debido sufrir a patanes cuya forzada intención de ser simpáticos dibujan un negro presagio y un burdo interés monetario en su conducta; a estos les prohíbo que me hagan sugerencias culinarias de ninguna clase ¿qué carajos saben ellos de mis gustos? No les permito que me apresuren a elegir un platillo ni que me sirvan el vino si yo no lo pido. Y si no comprenden, basta con lanzar un grito y dar un puñetazo en la mesa. No les permitiré que me echen a perder mi aventura . Si pudiera me entrometería en la cocina y me procuraría mis alimentos y cuidados, pero prefiero leer algún libro mientras espero. Estas son algunas de las razones por la que sólo asisto a dos o tres restaurantes en donde ya conocen mis mañas y me tratan tan bien como en mi propio entierro. Si me siento confortable, podría incluso leer a un mal escritor y perdonarle su atrevimiento de publicar.

Repasando mi otro humilde talento —la pintura y arte— prefiero contar una anécdota: hace unos días estuve detrás de la barra de la cantina Tío Pepe (en la calle Independencia; Centro), comentando el libro La pierde almas (historia de una cantina). A mi lado, se hallaban Guillermo Santos , joven crítico y ensayista; Fausto Rasero (fotógrafo y empresario) y el artista, Jonathan Barbieri , de quien ya he escrito en estas mismas páginas. Fue una noche amable en una de las posadas más célebres y rancias de la Ciudad de México y cuya cauda de clientes y sucesos son interminables; desde la presencia de escritores, personajes y artistas como de su historia de locación literaria y cinematográfica; en Santa, o El complot mongol, respectivamente, por ejemplo. A ello, sumo la experiencia de haber estado al lado de uno de los pintores más genuinos y singulares de México. Sé que una obre me conmueve cuando es brutalmente honesta, ensimismada y su estar en el mundo es, además, necesario. No puede no ser. Su concepción es explosión del pasado en el presente. Yo escribí un largo ensayo en ese libro en el que concebí el Romanticismo como un horizonte moral y conceptual y no como parte de una tendencia histórica determinada. Me hago cómplice de Goethe cuando definió lo clásico como salud y lo romántico como enfermedad: la belleza trágica; el ascenso en caída; la naturaleza reacia a ser despojada de su terrible y despiadado acontecer. Es a consecuencia de obras —y cito en cascada espontánea— como las de Lucian Freud, Otto Dix, Francisco Goya, Francisco Toledo, Julio Ruelas, Teresa Margolles, Daniel Lezama, Martha Pacheco, Francisco Goitia o Jonathan Barbieri que —y ello lo anota Isaiah Berlin— el ser humano ha tenido que inventar las democracias liberales o el racionalismo. Claro, de otra forma la perturbación y el temor no permitirían el eficaz y rutinario movimiento de las cosas. Me callo y me amparo en un decir de Hölderlin que mal intenté recordar aquella noche en la cantina Tío Pepe: “Uno es Dios cuando sueña y un humano cuando reflexiona”.

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