Creo que es un tanto desmesurado que las personas se refieran al pasado histórico como “verdad” y no como un mito que podría ser verificado, reflexionado o cuestionado; esto muy a pesar de que una vez que los mitos penetran o se enquistan en la imaginación popular, es casi imposible lanzarlos a la calle. Son respetables las opiniones acerca del pasado, siempre y cuando sean una invención enloquecida (arte de la mentira) o, al menos posean cierta sabiduría o conocimiento vía las fuentes históricas que se hallan a la mano. Hoy en día la difamación es un deporte popular muy arraigado y estimulado por las redes sociales y los medios. Yo tengo amistades —saludos a mi buen amigo Felipe González— que hablan zapoteco, pero que no me desprecian por ser un mestizo chilango y rata de ciudad.

Tienen sus costumbres milenarias, su gastronomía, lenguaje, etc., pero nos sentamos a la mesa y charlamos como seres humanos contemporáneos aquejados por los problemas de un país casi ingobernable. A veces ellos se comunican en zapoteco entre sí, pero muy amablemente me hacen saber de lo que se trata su charla. No soy historiador y esta es una modesta columna, de modo que sólo les aconsejaré que lean el capítulo XX de uno de mis libros de cabecera: Historia de las Indias de la Nueva España e Islas de Tierra Firme, de fray Diego Durán, donde se narra el sacrifico y el desollamiento que los antiguos aztecas llevaban a cabo con los habitantes de otros pueblos indios.

En La conquista de México, Francisco López de Gómara cuenta el relato de Jerónimo de Aguilar cuando es apresado, al lado de otros españoles, en tierras mexicanas luego de un naufragio. “A Valdivia y a otros cuatros los sacrificó a sus ídolos un malvado cacique en cuyo poder caímos, y después se los comió haciendo fiesta y plato de ellos a otros indios. Yo y otros seis quedamos en caponera a engordar para otro banquete y ofrenda; y por huir de tan abominable muerte, rompimos la prisión y echamos a huir por los montes.”

Así, como he entresacado de mi librero a dos historiadores, podría citar también la terrible matanza que hicieron los españoles de los cholutecas, y que describe el dominico Bartolomé de las Casas en su Brevísima historia de la destrucción de las Indias o el célebre Bernal Díaz del Castillo. O citar vía varias fuentes las innumerables tropelías de la canalla que llegó acompañando a Cortés en sus ambiciones territoriales y militares. Y desearía sugerir el libro Tenochtitlan (FCE; 2006), del arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, acerca de la historia y fundación de esta ciudad. Sin embargo no es mi propósito colmarlos de nombres de historiadores y testigos de la conquista, ya que a mi parecer establecer una guerra entre buenos y malos, entre oprimidos y opresores, y reducir nuestra actualidad a ser consecuencia de aquellos relatos, no es más que un ardid simplista.

Los diversos pueblos se entrelazan, se ofenden, guerrean, no son entidades puras e inamovibles en el tiempo. Lo que me resulta más importante que dar versiones extremadamente interesadas de la historia, es resolver los problemas actuales de la mayoría de los mexicanos que habitan este país. Citando a Daniel Bell, creo que las comunidades pueden estar habitadas por personas que nada tienen en común, excepto su necesidad de convivencia, tranquilidad y progreso.

Es de una mínima moralia histórica, si uno ha nacido o anda en estas tierras mexicanas, saber reconocer que fueron distintas y nacidas en tiempos diferentes las culturas olmeca, tolteca, náhuatl, zapoteca y maya, no obstante se hayan cometido influencias y conquistas, sobre todo por parte del imperio azteca. Los hombres que acumulan poderes fuera de lo común suelen modificar el pasado a su conveniencia exponiéndolo como verdad y obteniendo frutos de esta manipulación. Carajo, ojalá fuera posible modelar el pasado a nuestro gusto y sostenerlo como verdad.

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