La tranquilidad se mira en el horizonte como el boceto alucinante de una sirena. En cambio, el amago de una crisis constante se impone sobre la vida de los seres humanos; a cada paso o lapso de sosiego sobreviene un tropiezo, una caída o una calamidad inesperada. En La vida sexual de Immanuel Kant (libro editado por la UNAM bajo el cuidado de Dulce María Granja), de Jean-Baptiste Botul, se sitúa el conflicto sin mayores rodeos ni reticencias. ¿Cómo podría alguien tan ordenado, metódico, disciplinado y extremadamente aburrido en su andar cotidiano como Kant, carecer de crisis o desasosiegos ordinarios? ¿Cómo lograba evadirse de aventuras, no sólo sicológicas y especulativas, sino letalmente humanas? Botul escribe: “No nos engañemos por su vida aparentemente tranquila. La regularidad de su empleo del tiempo y la monotonía de su vida estudiosa ocultan aventuras espantosas, excursiones a los confines de la locura”. A los 74 años Kant —como él mismo lo confiesa— se encuentra hastiado de vivir y se declara hipocondriaco. Sigue Botul, y se pregunta: “Cuando se le reprocha a Kant su vida tranquila, en el fondo se le reprocha no haber conocido las crisis. ¿Un hombre que no conoce las crisis merece ese nombre?” La conclusión del libro citado, su aparente conclusión se revela evidente y sencilla: con el propósito de paliar su espantosa locura racional Kant escribe sus libros y ordena los juicios acerca del mundo de una forma dogmática y, en apariencia, irrebatible. Sus críticas son su verdadera vida sexual, su lecho pasional y su efervescencia hipocondriaca; ordenar el mundo conceptual fue el antídoto para remediar su locura en potencia, para combatir a las alimañas de la conciencia. Y en ello Botul va con razón, ¿quién es tan ingenuo como para creer en el mito de la tranquilidad y pasividad cotidiana del filósofo alemán?: “Kant es una bomba que se impide a sí mismo explotar”.

El orden es pasajero; y el aparente orden mecánico del universo es una falacia moral, un cuento de hadas. Es el caos y el desorden lo que prevalece, puesto que sólo allí se gesta el movimiento, la gravedad, la vida. Y todo pensar es una tentativa de sobrevivir, de procurarse una tranquilidad efímera, una pausa, un gesto amable en el fondo de la cloaca. Para ilustrar, de algún modo, esta noción personal de lo que el mundo significa, es que me he referido al libro del editor y filósofo Jean-Baptiste Botul (que ha puesto en mis manos mi amigo, Gustavo Ruiz). Hemos sido capaces de inventarle a Kant una vida aburrida con tal de regalarnos una fantasía. Sin embargo, es el arte —y la cultura que lo cobija— quien se encarga de mostrarnos la tribulación implícita en el supuesto existir bajo un orden universal No hay noticias de que tal matrimonio (existencia y orden esencial) pueda ser posible: gracias al desasosiego íntimo y a la hipocondría de Kant tenemos sus libros y su filosofía; gracias a la locura implícita en todo movimiento constructor ha sido posible la creación de obras magníficas y perturbadoras. ¿Quién, dueño de una sensibilidad aguda, sería capaz de soportar hoy en día tanta porquería televisiva, tantos payasos ofreciendo al público sus comentarios atroces, analfabetas y manipuladores? Basta con echar un ojo a la publicidad que nos atosiga y nos sepulta con parábolas y metáforas miserables para saber que, si algo así es posible, ello se debe a que no poseemos, como comunidad, alguna clase de futuro civil a corto plazo. Al menos el pesimismo de Schopenhauer dio obras extraordinarias en la historia del pensamiento y en la literatura, ¿pero que nos ofrece el optimismo de quienes explotan la debilidad educativa, cultural, económica de la población? No estamos en el mejor de los mundos posibles, sino en el peor de los órdenes posibles.

Que no se me confunda con un francotirador; el carecer de partido y de optimismo civil no me desactiva como ciudadano. Sé que el orden económico y político no se resuelve con el arte, pero tampoco con la construcción de instituciones de preparación y propaganda política desde el poder de un partido. Preparar nuevos cuadros políticos: ¡vaya anacronismo despiadado! Me he enterado de la creación, en México, de una institución de formación política y me he decepcionado todavía más. ¿Y la conversación, el acuerdo entre diferentes, la diversidad de saberes y conocimientos, las universidades e instituciones técnicas, los colegios de ciencias, humanidades y arte, las revistas y periódicos, las bibliotecas, los filósofos, escritores y profesionistas, los artesanos, campesinos y obreros cuyo empirismo es necesario para crear lazos comunitarios? “¡No!, todo eso se va al carajo —nos dirán— no les pediremos opinión porque se debe construir una torre de marfil ideológica para crear a los nuevos hombres del futuro pasando por encima de la realidad palpable. Volvamos al autoritarismo partidista”. ¿Qué puede añadirse a tal despropósito? ¿No se les antoja una vida tan aburrida como la de Kant? A mí sí, claro.

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