Prefiero pensar que creer, prefiero la ilustración al mito, y la razón al símbolo”. “La fe es un lastre, una penitencia y en casos extremos es una enfermedad incurable”. Eso dijo el señor. Adelante, asentí, me parecen muy buenas intenciones, mientras que esa ilustración o pensamiento no se conviertan en mito, en cláusula histórica o en tiranía. ¿Cuántas fechorías se cometen en nombre de la historia cuando ésta se transforma en mitología?; entonces no se quieren remediar los males de la actualidad, sino los del pasado. Las injusticias cometidas durante el periodo de la Colonia nos sirven para aprender a no caer en ellas nuevamente, no para repararlas siglos después. Así caminaba la charla entre el señor y yo (otro señor, aunque más amargado).

Es inconcebible que un columnista hable de su cumpleaños, sí, me encuentro absolutamente de acuerdo. Celebrar el onomástico, excepto si es solamente pretexto para una fiesta, es ridículo, cándido y en mi caso un suceso sin mayor importancia. Yo no concibo el tiempo por años, ni nada por el estilo, el tiempo afecta mi sensibilidad y lo podría definir como el temperamento del presente en mi persona. En algunas ocasiones uno se siente como un niño, en otras como un cadáver. Me agradan las felicitaciones y los abrazos, las señales de fraternidad y el regocijo, eso sí, y después a seguir  viviendo. Mi pasado es un mito, pero ilustrado, le comenté al señor que amaba el humanismo y las luces de la razón, quiero decir que no voy a reparar el pasado, ni a enmendar todas las tonterías que cometí (ni mucho menos que cometieron otros), ni siquiera voy a pedir perdón, ni a sentir arrepentimiento, aunque una brisa culpable a veces me da de lleno en el rostro. En mi pasado cumpleaños apagué el teléfono, me encerré en la habitación y permanecí en cama tres días, no leí ningún libro ni repasé mis culpas, podría afirmar que me acostumbraba a las dimensiones del catafalco, pero no, sólo permanecía en un limbo semiinconsciente, dentro de una plácida ataraxia alejado de los ruidos humanos. Sentí el tiempo como una mujer tibia y desnuda a mi lado, silenciosa y amable, casi un suspiro. Todo sucedía fuera de mí y yo me trocaba en una oquedad espléndida, en un vacío.

“Habermas escribió que el pensamiento ilustrado se opone al mito que es una tradición engranada en la cadena de las generaciones... y por medio de las ideas que adquiere el individuo rompe el encantamiento que ejercen los poderes colectivos”. Eso lo dijo don señor y añadió que las buenas personas no tienen que pagar hoy la maldad de nuestros antepasados; maldad, injusticia y crueldad irremediables porque ya están todos muertos. Lo que tenemos que hacer es perseguir a los criminales del presente, pero aprendiendo de la historia, razonando, protegiendo a los más débiles y actuando como individuos que morirán en breve. No cabe duda de que el señor ostentaba elocuencia, aunque también algo de anacronismo, porque justamente hoy parece suceder lo contrario. El peso de las tradiciones —siempre administradas por alguien que obtiene provecho de ellas— y de los mitos históricos de la injusticia nos cae encima como una piedra. Somos los justicieros del cementerio. Jürgen Habermas, filósofo alemán, llama escritores burgueses sombríos a Maquiavelo y a Hobbes, y escritores negros a Sade y a Nietzsche, pero acepta que ellos mismos fueron una construcción con miras a un futuro del pensamiento, más allá de que fueran negros, burgueses y sombríos, como los describe el mismo Habermas. Cuando salí del letargo de mi cumpleaños, fue que tuve esta conversación. De modo que me disculpo con don señor si lo mal cité.

Los tiempos en que reinaba una sola concepción de la historia y se imponía —donde se reivindicaba a los vencidos de los siglos pasados desde el presente, en vez sólo de recordarlos y aprender de sus tragedias—, esos tiempos se han ido, aunque parezcan ser el motor de la actualidad. No hay que olvidar nuestras obligaciones actuales —justicia en todos los aspectos y para todos, además de la obligación de comer y tener sexo, claro— en nombre de los mitos históricos; los primeros son más importantes que los segundos. ¿No se le llama a eso progresar?

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