Me apena aún haberme sentado en un pupitre de la universidad. Hice perder tiempo, espacio y dinero a una de las instituciones (UNAM), que más fundamento y sentido tienen. Con haber leído Guerra y paz, de Tolstoi me habría bastado para terminar de abrir los ojos. ¿Para qué más? El alma humana, muerta, vagando en el ocaso, construyendo lo que la gravedad derribará algún día; todo ello habría bastado como un aprendizaje para la vida entera, que es minucia, instante, brevedad, parpadeo. Incluso me habría conformado con leer La guerra y la paz, de Pierre-Joseph Proudhon, de quien Tolstoi tomara el título de su novela y también algo del espíritu libre y anarquista del tipógrafo francés, autodidacta, Proudhon, e hijo de un tabernero. Ello fue suficiente: ser hijo de un cervecero y camorrista, de un hombre pobre que no podía pagarle mayores estudios, le bastó para considerar que “la propiedad es un hurto” y de que, pese a ello, él ni nadie tiene porque convertirse, a partir de una revolución, en el líder de una nueva intolerancia. (Hacer la caricatura del anarquismo ha sido un ejercicio desleal y cínico del siglo XX). Stefan Zweig consideraba a Tolstoi el anarquista más apasionado de su época. Y Zweig siempre tenía razón, tal fue uno de sus atributos. “Señor Zweig, usted siempre ha tenido razón”.

Debí levantarme del pupitre, a mitad de la clase de Análisis estructural, y echarme a correr entre los arbustos de la locura, la humanidad y la almadía en que se pasea la soledad. No lo hice y ocupé el lugar de otro, de alguno que, seguramente, desde el nacimiento tenía el trasero amoldado a una banca. En este caso me declaro un usurpador. Y si no me hubiera encontrado con Proudhon y Tolstoi, entre muchos, me habría conformado con leer a Piotr Kropotkin, aquel niño rico e idealista, pero dotado de un alma noble y amante de la solidaridad y de la inteligencia, reacio a la violencia. Ser rico no es un pecado original, el problema es seguirlo siendo luego de pasearse entre las almas muertas y la penuria de los desgraciados. Kropotkin detestaba la idea de que los revolucionarios hicieran la revolución; su papel, pensaba, era contagiar a los otros para que desde su individualismo y solidaridad ellos la realizaran. El más racional, prudente y lúcido de los anarquistas: Kropotkin. Los individuos llevan a cabo un “contrato libre, y perpetuamente revisable”. Yo le creí a Kropotkin: toda ley es pasajeramente estúpida hasta que no se revisa y modifica para hacer más bien del que ya supuestamente hace. Alguna vez dije algo parecido en una charla de universitarios y dos abogados se levantaron y se marcharon: ¿A dónde irían? A utilizar las peores leyes y continuar extorsionando a inocentes.

La casa de un autodidacta es muy extraña porque carece de orden dogmático. Esa casa ideal me hace recordar aquella que diseñó, en San Jerónimo, Juan O’Gorman y que se contraponía a todas sus ideas funcionalistas, técnicas y productivistas. Allí, en esa casa, William Godwin y Kropotkin —e incluso Marx— se convirtieron en Bakunin. El arquitecto se destruyó a sí mismo y dejó de hacer panfletos futuristas. Se hizo una cueva de artista. No hay que ocupar el pupitre ajeno ni tampoco hacerse un servidor a ciegas de la tecnología. La pandemia ha echado a tantos en brazos de la lepra cibernética; allí construyen su casa, virtual e inexistente. Escribe Thomas Piketty, en Capital e ideología, que a fines del siglo XX —y no ha cambiado mucho el panorama— el 70% de la población fallecía sin tener ninguna propiedad. Y yo desperdiciando pupitres en mi juventud; usurpando el lugar de un elegido.

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