Las celebridades, o aquellas que destacan en algún campo de las actividades humanas hasta hacerse populares, no me causan ninguna envidia. Acepto que debiera envidiarlas, pero en verdad soy incapaz de hacerlo. ¿Me miento a mí mismo? No, estoy cierto de eso. Tal parece que he nacido cubierto por un escudo que me protege de la radiación célebre. En su momento me provocaron alguna dosis de curiosidad, pero no más que la causada por una vaca caminando en un periférico a medianoche. Hace unos días, escribiendo un ensayo acerca de un artista contemporáneo, concluí que toda celebridad posee algo de ridícula, merece el escarnio: ¿no es esta su más legítima función? No le aplaudimos a nadie que después, tarde o temprano, no deseemos ahorcar con esas mismas manos. Al ser, la celebridad, el espejo en que uno se mira diminuto, esta se torna fuente de juicios extremos u obviedades. Incluso, y seré exagerado, los filósofos que intentan ser profundos, pero no se hacen amigos del lenguaje con el propósito de especular sencillamente, pueden hacer obras de arte crípticas, e incluso bellas, pero inmersas en una soledad que, por desgracia, se aproxima peligrosamente a la comicidad. En cambio, el político debe encarnar la ridiculez por naturaleza, tiene la obligación de hacerse célebre con tal de que su condición sea legítima; si no es un comediante difícilmente será un político contemporáneo. Cuando he llegado a encontrarme con alguno y no hay remedio le extiendo la mano, aunque no de manera hipócrita, sino por piedad: venir al mundo para exhibir, desear, o presumir la celebridad me conmueve a grados que nadie podría imaginar. Es obvio que no dudaría en encarcelar o causarles daño a los malvados, pero yo me estoy refiriendo al ser célebre y reconocido que, además, anhela llegar o mantenerse en ese estado.

Los ricos de verdad, por ejemplo, no son célebres; andan por allí acumulando fortunas y ocultando el rostro lo más posible. Cuando desean ambas cosas, riqueza y celebridad, traicionan la maquinaria original que los fundamenta y da carácter a sus acciones. Lo contrario sucede con respecto a la belleza; a una mujer —o a un hombre— excesivamente bella nadie se le acerca por temor al rechazo o la acechan todos los palafreneros patanes, lo cual la coloca en un interregno que la lleva a desaparecer. A mí la belleza femenina me paraliza e impresiona, hecho por el cual intento mantenerme lejos de su zona de influencia. No obstante, me despierta también tristeza esa soledad insobornable, ese estado en que los halagos sepultan la belleza humana o la hieren a un grado superlativo. Se me dirá que mi exageración es de orden literario, y probablemente tendrán razón. Truman Capote, quien fuera una celebridad desde que a los dieciséis años la revista Life publicara un artículo sobre él, decía que al volverse famoso cualquier persona pierde al ochenta por ciento de sus amistades. No dudo de sus palabras porque si a alguien le preocupaba la fama era a este buen escritor de corta estatura y gran notoriedad. Antes creía que la celebridad le interesaba a la gente más joven o en su primera madurez, pero me encontraba bastante equivocado: la senilidad también anda en busca de la fama. Me dirán que la causa de esta búsqueda son las ganancias monetarias que pueden obtener a partir de la notoriedad, pero no creo que sea así, como ya he escrito unos renglones atrás. La celebridad mantiene una de las funciones primordiales de la vida humana: hacer conciencia de la absoluta nulidad de la sabiduría y ejercer el ridículo para hacer reír a los demás. Toda celebridad merece el pastelazo que describe André Gluksmann (Península;1997) en su libro y ensayo, titulado bruscamente La estupidez.