En el correr del tiempo, he conocido a personas extraordinarias, seres humanos en verdad singulares que, sin embargo, no llegan a obtener ninguna clase de celebridad o de reconocimiento. A su salud diría que son la sustancia de una perfecta vida humana poblada de espíritus diferentes y extraños inclusive. Por el contrario, he llegado a acercarme o a convivir con celebridades o personas de fama que no poseen cualidades más allá de un horizonte mediocre, predecible y un tanto lastimero. Los ladridos nos dicen poco del perro y más bien hay que esperar las mordidas o las carantoñas. Las personas extraordinarias a las que me refiero representan una salvedad, un milagro y uno no sabe a ciencia cierta por qué hemos tenido la fortuna de encontrarlos y gozar de su compañía en este mundo tan amplio y colmado de carne parlante y de barullo humano.

El primer viaje que hice a Buenos Aires hace un cuarto de siglo, llevaba conmigo una consigna y esta consistía en entregar un libro y dinero a cierto hombre desconocido, cuyo nombre era Manuel Andrade. Las únicas noticias que tenía acerca de él es que se había enamorado, que se había exiliado en Argentina en compañía de su amante luego de un desliz económico, que le apodaban “el Pajarito” y que había sido el diseñador y creador del puma universitario, símbolo de la UNAM en todos los ámbitos. Manuel era por entonces un hombre jovial, mayor que mi compañera y yo, amante de los libros y los gatos, de la caminata citadina y la conversación. Él nos abrió a la luz Buenos Aires, y nos mostró los rincones, los boliches y tabernas donde intercambiaba comida y vino a cambio de sus cuadros. ¿Cómo pagar a alguien el tiempo que nos concede, la atención y cuidados que nos presta? Pasábamos la mayor parte de la tarde y la noche a su lado hasta que agotados, nosotros, no él, nos acompañaba a las puertas de la pensión donde pernoctábamos en el Barrio Norte. Muchos años después lo encontramos en México e intentamos corresponder a su generosidad , pero a él le molestaba o no le interesaba la clase de vida a la que yo me había acostumbrado; ruidosa y extremista. Recuerdo que, durante un concierto de Santa Sabina en el LUCC, a donde lo invitamos, se escapó furtivamente y sin decir palabra. La última noticia que tuve de Manuel fue que vivía en un cuarto de azotea, en la pobreza, porque quien lo da todo debe esperar un final silencioso y humilde al terminar sus días. Nunca comprobé su domicilio, pero su figura y su recuerdo dieron lugar al personaje de mi novela El hombre mal vestido .

“Un hombre honesto llega a sentir vergüenza, a veces, delante de un perro”, escribió Anton Chéjov en su cuaderno de notas. Yo he conocido a algunos seres honestos y me he congraciado con el mundo, aún todos inmersos en esa continuada degradación de la luz, ellos representan la tea o el fulgor pasajero que abre caminos. La jactancia ofende , la pedantería lastima como un dolor de muelas, la falta de talento brilla como una sonrisa desdentada. Cuando no tienes talento para escribir, conducir una máquina o gobernar entonces ¿por qué obstinarse?; si se carece de talento lo más conveniente es dejar de empecinarse, tomar una escoba y barrer la calle. Los peores toman la escena y uno debe sufrir. Por ello es que, cuando tropiezas con personas singulares y discretas, presas incluso de su propia luz y su pudor benigno, entonces deben lanzarse loas al cielo. Un mesero, un artista no reconocido, el empleado de una librería, el funcionario menor, un camarógrafo de televisión, la anciana que cada vez que avanza una calle vuelve a recorrer el mundo, quién sabe qué sorpresas nos darán estos seres en apariencia secundarios o irrelevantes. Algunos de ellos tejen un mundo cabizbajo, pero pacífico y reconciliador. De los otros, ni hablemos.

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