Es tan curioso que los astrónomos y, en general, una buena porción de la humanidad que mira hacia las estrellas, o que simplemente levanta la vista, se pregunta si existe vida en algún lugar del universo. La ingenuidad de tales cuestionamientos no puede enfrentarse más que a través de diatribas o sátiras. Si hubiera vida inteligente en el espacio exterior me parece evidente que sus portadores no desearían tener contacto con la humanidad. ¿Qué inteligencia genuina desearía tener relación con esta especie salvaje y autodestructiva? Más bien desearían alejarse y seguir de largo, que contaminarse estableciendo algún tipo de conversación con los especímenes terráqueos. ¿O ustedes se detendrían a hablar con un lobo salvaje, o se untarían la piel con ponzoña? Imaginen esta clase de respuesta: “Es obvio que existe vida inteligente en el universo, pero nos evita justamente porque representa una inteligencia superior (superior, en nuestros propios términos)”. ¿Es ésta una observación ridícula? Claro, casi tan ridícula o cándida como las conclusiones o fantasías de los astrofísicos que ignoran todo sobre epistemología o filosofía de la mente. Carentes de tales conocimientos las preguntas “fundamentales” de la astronomía dan la impresión de ser especulaciones infantiles. Más allá de que las metáforas que utilizan para referirse al comportamiento físico en el universo son bastante torpes y anti literarias.

El prestigioso filósofo moral R. M. Hare ha escrito: “Todo nuestro sistema judicial está fundado en la premisa de que nadie puede ser castigado, aún menos muerto, por crímenes que no ha cometido. Sería necesario un cambio de opiniones inconcebible para poder abandonar este principio y las consecuencias de abandonarlo serían horrendas”. La razón se encuentra del lado de Hare, mas pensemos que en los regímenes totalitarios, dictaduras, o autoritarismos extremos uno es culpable potencialmente y puede ser castigado por mera suposición (los ejemplos son innumerables). En la novela de Philip Kerr, Una investigación filosófica, situada en un Londres del futuro, el gobierno realiza experimentos secretos con los recién nacidos para clasificar y luego vigilar a aquellos que están predispuestos a cometer crímenes. A cada uno de estos criminales sin crimen se les adjudica el nombre de un filósofo y se le mantiene bajo la mira de la policía, pero uno de ellos, el que es nombrado Wittgenstein, resulta ser más inteligente que los detectives, científicos y acosadores del gobierno, y trastoca el curso de las acciones de la justicia. Pese a que usted no va a leer esta novela de frenología futurista evitaré contar la trama; baste saber que la premisa de la obra es modesta comparada con el racismo, el acoso y la culpabilidad a priori practicada en nuestra sociedad mexicana, por ejemplo. La pobreza despierta sospechas; el color de la piel determina un conjunto nocivo de reacciones sociales; el poder y la corrupción son capaces de exiliar los crímenes de la memoria. Lo único que faltaría para completar este horrendo cuadro —como lo denominaría Hare— es que el Estado o gobierno que lo representa trate como culpables a los ciudadanos y los veje en su persona y en su condición de habitantes del espacio público.

Interrumpo esta columna porque en el minuto 64 la Juventus acaba de anotar al Hellas Verona con el vigésimo gol de Cristiano Ronaldo en la liga italiana. ¡Forza Juve! Yo visité Verona a finales de los años ochenta y tengo una vieja fotografía donde me encuentro en la supuesta casa de Julieta Capuleto. Era un mozalbete romántico. Hoy los hinchas napolitanos han ofendido a los veroneses gritando durante un partido que Julieta no era virgen en el momento en que intimó con Romeo Montesco. Tal ofensa, según uno de los comentaristas del partido, ha causado el odio irrevocable entre los aficionados al futbol de ambas ciudades, Nápoles y Verona (carajo, el Verona acaba de anotar en el minuto 75, como si quisiera reforzar mis palabras). Otro italiano, Norberto Bobbio, en su libro El problema de la guerra y las vías de la paz (Gedisa; 1981), hizo una declaración inesperada o, más bien, una confesión: escribió que él se consideraba un apocalíptico, pues después de Hitler el apocalipsis ya había tenido lugar; además de que el armamento nuclear crearía un espectáculo al que no desearía asistir, “no porque tenga miedo a morir, sino porque tendría vergüenza de sobrevivir”. Algo similar me sucede en México luego de conocer la miríada de homicidios que tienen lugar cada año en este país: uno tiene vergüenza de sobrevivir. ¿Que vida inteligente extraterrestre querría asomarse a estas tierras? Finalmente, la Juve acaba de perder por medio de un penalti su tercer partido en la temporada. Yo también me declaro apocalíptico (la diatriba o la sátira se imponen, a veces, sobre la vergüenza).

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