La celebración de los siete años de la 4t este sábado fue un ejercicio desbordado de vanagloria: una demostración de jactancia por supuestos logros propios, sin asomo de modestia, expresada en la típica narrativa triunfalista de la 4t.

La imagen es conocida: la plaza repleta de los suyos, rodeada de integrantes de su gabinete, gobernadoras y gobernadores morenistas, y organizaciones y sindicatos históricamente disciplinados. Un paisaje que remite inevitablemente al viejo corporativismo priista, solo que ahora teñido guinda.

En un país donde la disputa por los espacios públicos es cada vez más asimétrica y aguerrida, actos como este buscan transmitir un mensaje unísono: el pueblo está de un solo lado, el de la presidenta. En esa lógica, la batalla por la representación de las juventudes —un grupo electoral codiciado— adquiere un peso simbólico crucial. Sin embargo, convertirlos a ellos y demás simpatizantes, en una masa aclamadora parece más urgente para el poder que escuchar sus preocupaciones y reclamos.

La aclamación, sin embargo, es uno de los recursos legitimadores preferidos de los regímenes contrarios a la democracia. Las expresiones multitudinarias para aplaudir al gobierno son legítimas en cualquier sociedad democrática. Si la aclamación es tan exitosa en los regímenes antidemocráticos es porque permite construir la ficción de la unanimidad. En actos como estos, la multitud necesita siempre de alguien que interprete su voz y le otorgue unidad.

El propósito del acto aclamatorio es precisamente ese: re-presentar al pueblo como un cuerpo que expresa un respaldo absoluto y sin fisuras. Como advierte Norberto Bobbio, lo que da apariencia de unidad a una multitud reunida en la plaza es la presunción de consenso unánime. El grito uniforme que refrenda, sin chistar, las grandilocuencias de quien pregona. En la aclamación, las disidencias no cuentan; es más, ni siquiera pueden ser contadas.

Contrariamente a una creencia muy extendida en México, el consenso no define a la democracia. Mucho menos el consenso alrededor de quien encabeza el poder ejecutivo, un cargo monocrático en el sistema presidencial mexicano. Es exactamente al revés. Un criterio mucho más fiable —o, como mínimo, menos fatuo— para evaluar la democraticidad de un sistema político es la amplitud del espacio reservado al disenso. Allí donde este puede manifestarse libremente, sin estigmas y sin riesgos.

Y es allí donde la democracia mexicana anda mal. En la retórica oficial, toda crítica es una conspiración: campañas sucias, bots, intervenciones extranjeras o pactos con el conservadurismo. Las voces incómodas son reducidas a mentiras interesadas. Las movilizaciones críticas son ridiculizadas, minimizadas o descalificadas por carecer de “verdadera agencia política”.

La fuerza de la democracia reside justamente en lo contrario: en su capacidad para encauzar el desacuerdo y procesar las tensiones sociales. Una democracia no silencia ni niega las diferencias: las escucha, las gestiona y busca resolverlas.

Una vez el profesor Michelangelo Bovero me dijo “no vendas la piel del oso antes de cazarlo”, una advertencia contra la tentación de celebrar antes de tiempo. Cantar victoria anticipadamente conduce casi siempre al autoengaño. Eso fue justamente lo que vimos el sábado: la re-presentación de un país imaginario, vituperado desde el templete, mientras millones de mexicanas y mexicanos enfrentamos otra realidad: violencia desbordada, inseguridad cotidiana, impunidad persistente y corrupción enquistada en todos los niveles de gobierno. La 4t puede insistir en que ya cazó al oso, pero la dureza de la realidad sigue allí.

Guadalupe Salmorán Villar. Investigadora del Instituto de investigaciones Jurídicas de la UNAM y Profesora Visitante [Fellow In Residence] del Center for U. S. -Mexican Studies de la UC San Diego X: @gpe_salmoran

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