Esta no es una semana cualquiera de golf, es en la que todo se pone en juego. Entre ayer y el domingo, el PGA Tour celebrará la etapa final de su Q-School, ese evento que no perdona, que desnuda a los jugadores y los enfrenta con la posibilidad de alcanzar una de sólo cinco tarjetas en su máxima gira para 2026.
Por esas cinco tarjetas que cambiarán vidas, habrá 176 hombres en contienda. Quien no termine entre los primeros cinco, recibirá como consuelo un lugar en el Korn Ferry Tour, la gira que cada año impulsa a las futuras estrellas.
Se jugará en los campos de Dye’s Valley del TPC Sawgrass y del Sawgrass Country Club, en el noreste de la Florida, donde estará Álvaro Ortiz como el único mexicano. Llegando con el ímpetu de haber sido uno de los mejores en el Korn Ferry Tour, donde tiene estatus completo asegurado por haber sido número 26 este año, carga con esa mezcla de ilusión y ansiedad que sólo el golf sabe generar.
La Q-School siempre ha sido un examen sin segunda vuelta, una prueba que aprieta el pecho. Aquí, un error minúsculo puede costar un año entero. Un golpe valiente puede salvar una carrera. Algunos llegan con la confianza intacta, con poco que perder y mucho que ganar, mientras que otros lo hacen con el peso de haber caído.
Ese es el caso de 15 excampeones del PGA Tour. Sí, excampeones... Jugadores que ya ganaron ahí arriba y hoy necesitan volver a pelear desde abajo.
Por eso, la Q-School emociona tanto. Es un torneo de extrema vulnerabilidad, en el que —más allá del golf— se mide la fortaleza mental de los aspirantes. Está en esa línea fina entre cumplir un sueño o verlo escaparse entre los dedos.
Al final del domingo, habrá lágrimas de alegría y lágrimas de derrota. Y aunque sólo cinco subirán al PGA Tour, absolutamente todos habrán dejado un pedazo de su alma en el campo.

