Leer es nacer. El lector conoce la vida, vuelve a otra vida; comprende “arendtianamente” el universo, es decir, comparte vida con otro. Tiene nueva existencia, hace al autor su prójimo. Ensancha el pensamiento, brotan las emociones, aparece la imaginación, las letras sacuden el alma. Morir es no leer.
Leer, pues, es Navidad. El prólogo, índice, epílogo, capítulos son latidos de una corazón nuevo, desconocido, insólito, extraño. Occidente y la fecha que celebramos hoy, es la lectura de un libro: la Biblia, con sus cuatro evangelios, principalmente el de Lucas; aunque comenzó a alumbrarse antes, con La Ilíada y La Odisea, y se sublimó con El Quijote, de Miguel de Cervantes.
Esas lecturas, junto con muchas, anidaron nuestros valores de dignidad humana y bien común, forman nuestra rostro social y credo que hoy reclama defensa. Esos escritos son nuestra acta de nacimiento y herencia que debemos cuidar.
Por eso festejamos Navidad, aunque esa historia empezó antes, con la obediencia de Abraham a Dios, dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac; y la compasión de Aquiles con el rey Príamo para arrastrar el cadáver de su hijo Héctor, a las puertas de Troya; o la pasión de Ulises por encontrar a su esposa Penélope. Amor, entrega, tenacidad, sacrificio, generosidad, valentía, audacia, esperanza, están en esas letras, que hoy en Navidad se pueden volver a evocar.
“No garantizo, ninguna certeza, salvo dar a conocer hasta dónde llega en este momento lo que conozco”, dice Montaigne en sus Ensayos, en el capítulo de “Los Libros”. Sí. Las lecturas son límites de la ciencia y la vida, pero germen de nuevas dudas, hipótesis y hazañas. Bienaventurado el devoto que reza en esos templos llamados biblioteca, alcanzará el renacer.
Navidad es poner los ojos en el alfabeto que nos comunica, sea historia, novela, conocimiento, teoría, tratado o simple entretenimiento. Newton y sus leyes, Plutarco y sus biografías, Cicerón y sus consejos, Salgari con sus piratas, las bellas plumas de Bernhard Schlink o Mircea Cãrtãrescu, los sesos dubitativos de Kierkegaard, la sensibilidad Virgilio, o el orden de Wittgenstein. Al leerlos los resucitamos. Renacen. Retoñamos. Son otra Navidad. “Dar lo que no se tiene a quien no lo quiere”, resume magistral Lacan.
Ese nacer cultural es la civilización, adicionar nacimientos con cada libro devorado. La carrera de la vida, gracias a leer, no se empieza en la nada, en la meta original; leer es continuar, es un eterno devenir con la voz de los otros.
En esta Navidad Jonathan Haidt, me dio aliento para creer que el teléfono y el mundo digital no son instrumentos todopoderosos que debemos idolatrar, sino herramientas para leer. Valen y debemos atesorar la sacralidad, la quietud, el silencio, la concentración, la trascendencia y la reverencia ante la naturaleza. Aprendimos de Simone Weil: que lo sagrado es contemplación para renovar, y renacer con el otro.
Leemos para dudar, porque sabemos que sólo nace el que cuestiona. Dudar, leer y nacer, es el ciclo vital de la civilización cultural occidental. Es Camus triunfando sobre Sartre. Es la superioridad moral de “Temor y Temblor” sobre su contemporáneo “Manifesto Comunista”. Es Leonardo Padura y su Trosky, con Javier Cercas y su Papa Francisco. Nacer y leer te hace comprender al distinto, como sintió y probó Theodor Kallifatides.
Esta Navidad, quiero creer que el algoritmo es débil, y es más poderoso el sentimiento nostálgico. Leer es natalidad frente a la mortalidad de ser un dato inerme en el cementerio de “la nube”. “Yo, Robot” de Isaac Asimov es añoranza, y no tienen la última palabra esos “modernos Gutenberg”, Tim Bernes-Lee o Alan Turing, ni el otrora profeta comercial Alvin Tofler, con “La Tercera Ola”.
El futuro lo tiene el que pueda soñar una idea, trazarla en un pedazo de papel y mover el espíritu de millones, como aquel Lucas, que escribió que hace dos milenios, nació un niño en un pesebre, junto a su madre-virgen y su padre carpintero… ¡Feliz lectura!
Diputado federal

