Este viernes 19 de septiembre se cumplen cuarenta años del terremoto de 1985, uno de los episodios más dolorosos en la historia moderna de México. A las 7:19 de la mañana, el suelo del entonces Distrito Federal se estremeció con una fuerza devastadora. En segundos, la rutina se convirtió en tragedia. Para miles, ese jueves fue el último día de sus vidas. Para otros, el inicio de una herida que aún no cierra.
En mi familia, el golpe fue brutal. Mi padre, el Doctor Gilberto Lozano Saldívar, se dirigió muy temprano al Hospital Juárez, donde impartía su cátedra a las 7:00 en punto. Cuando inició el terremoto, instruyó a sus alumnos a dirigirse a las áreas de hospitalización para tranquilizar a los pacientes. En el trayecto, los doce pisos del hospital colapsaron. Quedaron sepultados.
En cuanto confirmamos que el hospital había colapsado, sus hijos nos trasladamos de inmediato en su búsqueda. Lo que encontramos fue desolador: una montaña de escombros —impensable que alguien pudiera salir vivo de ahí—, gritos de auxilio, lamentos que se intensificaron al caer la noche. Nos unimos a otros familiares que también buscaban a sus seres queridos.
Uno de esos días, el Dr. Vicente Ayala —uno de los sobrevivientes— desde la cama del hospital a donde acudí a verlo, me relató lo ocurrido. Mi padre había sobrevivido al derrumbe, aunque quedó gravemente herido. Les pidió rezar antes de fallecer. Era hombre de fe. Con un “lo siento mucho”, me abrazó y me dijo: “tu papá murió”. Aún quedaba la dolorosa tarea de encontrar su cuerpo y despedirlo como se merecía.
Fueron 28 días de remoción de escombros, hasta que, con la ayuda de los incansables topos, lo encontramos en la madrugada del 16 de octubre. Durante este periodo viví de cerca historias de esperanza y de dolor. Estuve al lado de un médico que, incrédulo y con lágrimas en los ojos, vio salir viva a su hija de entre los escombros, una médica residente. Conocí a Carlos Olson, padre de Lucero —otra médica residente que no sobrevivió—. Aprendí que en el dolor hay grados. No es lo mismo enterrar a un padre que a una hija.
La solidaridad entre quienes coincidimos en el Hospital Juárez fue nuestro sostén. Establecimos vínculos afectivos con los valientes topos, jóvenes que se introducían por espacios reducidos. Sabedores de los riesgos, tenían como único propósito salvar vidas. Entre estas, las de los bebés que estaban en los cuneros. Nueve sobrevivieron.
Hace unas semanas, el Dr. Francisco Núñez —antiguo alumno de mi padre— me invitó a una reunión. Ahí conocí a Sara Valencia, nacida a las 5:50 de la mañana de ese fatídico día. Su madre murió, y ella fue la penúltima bebé rescatada, ocho días después del terremoto. Sara es un símbolo de vida entre tantas muertes. También me reencontré con Luis Gerardo Reyes —Topo 3—, quien a sus 17 años formó parte del grupo que rescató a los “bebés milagro” y encontraron el cuerpo de mi padre.
En ese encuentro conocí a dos jóvenes que no habían nacido en 1985: Daniel Gallardo y David Valdez, quienes junto con Axel Garfias emprendieron una tarea titánica: escribir “Lo que el Terremoto se llevó”, un libro que no solo da a conocer cifras, testimonios y fotografías, sino que reconstruye la experiencia humana del desastre. Con su trabajo, tienden un puente entre generaciones, rescatan voces y experiencias que corrían el riesgo de perderse. Nos recuerdan que la memoria histórica no pertenece solo a quienes la vivieron, sino que se convierte en un legado colectivo que debe preservarse y transmitirse. Recordar el terremoto de 1985 es honrar a quienes se fueron y mantener viva la lección de que la solidaridad es el origen de lo posible.
Experto en fiscalización. X: @gldubernard






