“Después de un minuto de caída libre pasaré la mano frente a tu cara en señal de que debes abrir el paracaídas”, me dijo el instructor al que estaba amarrada mediante un arnés. Estábamos a punto de saltar juntos. “Es una locura, es una locura, es una locura”, insistía mi mente.

Nos subimos a un avión viejo, como de la Primera Guerra Mundial. Alcanzamos los 15,000 pies de altura. “¿Listos?” El primero en lanzarse fue Pablo, mi esposo. Para nuestro asombro, no permaneció flotando a la altura de la puerta del avión, como en las películas, sino que cayó como piano. El estómago se me hundió.

Era mi turno. Estaba parada al borde de la puerta del avión, con la adrenalina a todo lo que daba, la punta de los tenis en el aire y la sensación del viento golpeándome con violencia. El instructor repasó las indicaciones. Las repetí cien veces en la cabeza y me lancé…

Pasó un minuto sin que me diera cuenta. Estaba en estado de shock y ¡no abrí el paracaídas! Apenas notaba el movimiento del instructor que se esforzaba para alcanzarlo frente a mi pecho y tirar de él. ¡No vi ni oí nada!, a pesar de que nuestras vidas estaban de por medio.

Ha pasado el tiempo, ¡y aún no lo puedo creer! ¿Cuál fue la razón de mi parálisis? Que mi mente se encontraba en todo lo que podía pasar; en lo alto que estábamos, en los riesgos, en lo que dirían mis hijos huérfanos, menos en el presente.

Una vez que sentí el jalón del paracaídas al abrirse, disfruté mucho el tiempo que quedaba antes de aterrizar.

La experiencia del “ahora”

En los deportes y en disciplinas como las artes marciales se nos enseña que la fuerza, serenidad y destreza vienen de estar centrados física y mentalmente. La forma en que hagas algo es siempre más importante que lo que haces en sí. El “cómo” implica el estado de conciencia detrás de lo que haces. Así que para lograr resultados, lo primero es estar presente.

Si al momento de la competencia piensas en el pasado o en los 30 segundos siguientes, ya no estás en el presente y la ventaja competitiva desaparece. Así la vida.

En cambio, cuando estás presente, conectas con un gran poder que se apropia de la actividad y la fortalece o la hace inspirarse en una inteligencia mayor que abunda en la calma. La única manera de pensar con claridad es hacerlo desde una zona de tranquilidad donde la mente deja de transmitir su ruido constante. Al estar presente, los pensamientos se van a segundo plano.

¿Has visto cómo juega un niño? Da envidia verlo concentrarse en un insecto, un pedazo de madera o cualquier cosa que llame su atención sin pensar en el mañana, en la cena o en si se va a quemar con el sol: sólo experimenta el momento, ése es el secreto. En cambio, para los adultos, la mente se convierte en el enemigo a vencer.

Vivir el presente es apreciar la vida en su totalidad, estar en calma sin importar a qué nos enfrentemos. A veces, como me sucedió con el paracaídas, estamos tan absortos en las preocupaciones que nos perdemos lo único que en verdad tenemos: lo que sucede ahora, en este preciso instante y en este único lugar, difícilmente repetible. Además, podemos incluso ponernos en peligro al desviar nuestra atención de lo fundamental, como para mí era entonces ¡jalar del paracaídas!

Si practicamos y experimentamos la simpleza del momento, centrados y en calma, sin analizar lo demás y sin expectativas, nos sorprenderemos de lo que podemos descubrir en nosotros mismos y de lo maravillosa que la vida puede ser, sólo con el simple hecho de: estar presentes.

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