Al salir a caminar en el campo y, como cada inicio de primavera, me llena de alegría ver los pequeños brotes de verde que renacen en los sauces llorones. Durante seis meses, estos árboles lucen exuberantes y el resto del año, sus varas secas dan la idea de que carecen de vida. Pacientes, saben que renacerán.

Desde hace varios años, esta minúscula renovación de la naturaleza me llena de esperanza. Es la fuerza de vida. Sin embargo, durante mis 50 años de vida marital, nunca imaginé que la estabilidad de esta escena me daría una sensación parcial del “cambio”. En esta ocasión, las pequeñas hojitas verdes fueron una invitación a contar una historia diferente, un llamado a entonar una canción nueva.

A lo lejos, con el silencio de fondo, se podía observar esa cortina de verde tierno que brotaba de estos sauces llorones. En algún momento, el aire del campo sopló fuerte y provocó que las ramas de los pinos centenarios se agitaran. Al cerrar los ojos, ese sonido resultó igual al de las olas del mar, idéntico. ¿Por qué nunca me había dado cuenta? Recordé la frase de Rumi, “Hay una voz que no utiliza palabras. Escucha.”

Como buena citadina, el silencio es algo que no forma parte de mi vida. No sólo es el ruido constante de la ciudad, también es el de la tecnología, que nos hacen sentir extraños frente al silencio total. Aun si lo encontramos en un momento, nuestra propia mente crea un ruido interior, comparable con el ruido externo. Y, a veces, nuestros propios sentidos de percepción: vista, sonido, olfato, tacto y gusto también nos impiden una conexión con esa voz que no utiliza palabras, a la que el doctor Howard Thurman —a quien me encantó descubrir recientemente— llama el sonido de lo genuino: “Es la única guía verdadera que tendrás y, si no lo tienes, no tendrás nada –nos dice y agrega: —A través de él, debes encontrar ¿cómo te llamas y quién eres?”.

Me detengo en la lectura: ¿acaso habrá pregunta más difícil? ¿Quién eres sin tu historia, sin tu personalidad, sin tus títulos o posesiones? Esa es la lucha verdadera que sabemos e intuimos: el sonido contra el ruido, lo genuino frente a lo superficial, lo trascendente versus lo irrelevante. La incomodidad de no querer escuchar la respuesta, o de no saber cómo manejar el dolor que tenemos dentro, nos provoca escapar y huir del silencio. Pero, “si no lo tienes, no tendrás nada...”.

Ese día en el campo, me di cuenta de que, al acallar todo lo que crea ruido, tanto en el adentro como en el afuera, al aguzar el oído hacia el sonido de lo genuino, nos percatamos de que la voz sin palabras es sólo armonía, calma y sencillez. No hay drama. Necesitamos el silencio como al aire y al alimento. Es la vida de la vida. Es nuestra naturaleza. Es la respuesta a todas las preguntas, a todas las inquietudes. Por eso resuena, nos llama, nos invita de manera constante a conectar. Muchas veces, la vida entera puede pasar sin que nos demos cuenta de dónde estamos parados, o bien, sin percatarnos de esa manifestación del amor ¿la has sentido o escuchado?

Se requiere valor como un poco de amor propio para ser fiel a uno mismo, darle tiempo y espacio al silencio y a la reflexión, con el fin de conectarse con esa voz que no utiliza palabras. Si nos llena de paz, ¿por qué le huimos? Sólo así y en esos momentos es que se descubren los enlaces con la vida y se puede escuchar el murmullo de las ramas de los árboles que, con el viento, suenan idéntico al oleaje de mar y nos dibuja una sonrisa en el rostro: la sonrisa del silencio genuino.

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