Hace catorce años un vecino de la demarcación Miguel Hidalgo me pidió una cita para exponer un problema. Lo recibí en la oficina y aún ahora me sigue sorprendiendo su solicitud. El señor pedía ayuda para sacar de la cárcel a un compadre. Después de explicarle que esa no era mi facultad, pregunté sobre el caso y me dijo que estaba en prisión porque “había secuestrado, violado y matado a una chava”. No podía creer lo que estaba escuchando y la tranquilidad con la que él buscaba liberar a un secuestrador, violador y homicida. Le expliqué de muchas formas que estaba mal y al final, el único argumento que funcionó, fue cuando le pregunté cómo reaccionaría si un hombre atacara de esa misma forma a alguna de sus hijas. No supo qué decir, bajó la mirada y se retiró.

Los derechos de las mujeres han sufrido un lentísimo reconocimiento en todo el planeta y aún existen graves injusticias en contra de nuestra libertad: leyes que prohíben a mujeres viajar solas, países donde son obligadas a ir a trabajar maquilladas, en tacones y sin poder utilizar lentes aunque los necesiten, en varias naciones la poligamia es aceptada y en otros hay mujeres en prisión únicamente por expresarse demandando igualdad.

En México realizamos reformas para alcanzar la paridad de género en el Congreso y para combatir la violencia de género. Pero los decretos no bastan, no es suficiente hacer leyes que no se cumplen y no logran el objetivo de traducir un cambio institucional en un cambio cultural.

La violencia contra las mujeres no es un fenómeno nuevo en nuestro país, es una tragedia constante, estructural y sistémica. ¿Qué nos ha llevado a estos niveles de crueldad contra niñas y mujeres? Sí, es evidente que la impunidad y la corrupción generan el entorno para la inseguridad, conocemos las consecuencias de los flujos de drogas y armas, y el empoderamiento de los cárteles en nuevos delitos. Pero la violencia contra las mujeres tiene un factor adicional: la mayor parte de los casos comienzan en casa o son perpetrados por hombres que conocieron previamente a sus víctimas.

Nos hemos convertido en el México de la indiferencia, en el país que lleva los números mes con mes pero que no tiene empatía alguna por las víctimas de carne y hueso. Somos el lugar donde se debate la pinta de monumentos pero no se estremecen por la sangre de niñas y mujeres, somos el lugar donde la muerte no conmueve mientras no se siente cerca.

Este México de la indiferencia es el que hace que las autoridades no asuman las acciones que son urgentes, la indiferencia en voz del religioso que acusa a las “imprudentes” mujeres y calla los crímenes cometidos por su propia iglesia, la indiferencia que considera que la denuncia de violencia en casa requiere de pruebas en lugar de brindar auxilio inmediato, la indiferencia del juez que piensa que atacar con un bate de beisbol no es una amenaza o la indiferencia de una madre que prefiere cerrar los ojos mientras su pareja abusa de la niña.

Es muy difícil explicar a un hombre la humillación al ser discriminada, el enojo al ser acosada, la frustración de ver hombres hipócritas que pretender hablar en nombre de las mujeres (sin mujeres o utilizando lenguaje misógino) o de saber que aunque realizas el mismo trabajo recibirás un menor salario.

Si bien la elemental empatía nos debiera aterrar y enfurecer al leer sobre la niña o a la mujer asesinada, parece que no todos los corazones lo entienden, en muchos corazones aún gana la indiferencia.

Espero que el silencio de las mexicanas durante el 9 de marzo pueda ser más fuerte que la trágica indiferencia.



Diputada federal

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