El más poderoso y completo arsenal jurídico y de política pública para la construcción de la democracia constitucional está en los derechos humanos. Lamentablemente, en México no hay fuerza política que haya comprendido este potencial para constituir una oferta alternativa a las posiciones tradicionales que se desplazan en el espectro derecha-izquierda convertido ya en un circulo vicioso. El punto ciego de este continuo lo expresa con toda claridad el ir y venir de políticas y políticos de diferentes colores con los mismos placebos ofrecidos como inefectiva medicina a costos gigantescos en recursos materiales y tiempo.

Hay ocasiones en la historia —y en su motor consciente: la política— en que teniendo a la vista oportunidades de ruptura con situaciones indeseables de “normalidad”, no son seleccionadas como opciones deseables. En algunos casos no se abandonan esas “normalidades” y en otros se abandonan por vías que, a la postre, no eran las mejores. Este es el caso de los derechos humanos en nuestra época. Habiendo sido el punto central de quiebre con el que se intentó dejar atrás el horror de las dos guerras mundiales del siglo pasado, el proceso de incorporarlos a los estados nación ha sido largo y por demás incompleto. La Declaración Universal de los Derechos Humanos intentó ser la carta constituyente del orden de la segunda posguerra. No obstante, la implantación del sistema jurídico al que da origen —convenciones y tratados internacionales y normas nacionales— no ha alcanzado a ser prioridad en la política práctica. Aparte de las organizaciones civiles que pugnan por su respeto o por su realización, las promesas de los partidos y los gobiernos han sido por demás inconsistentes con la agenda de los derechos humanos. Por lo regular, consideraciones supuestamente “más urgentes” como el crecimiento, la estabilidad política o la complicidad con instituciones que los violan tienen mayor peso en las decisiones de los gobiernos.

Aquel acuerdo de posguerra en torno a los derechos humanos está hoy más amenazado que nunca. Las bases geopolíticas, ideológicas y nacionales en que se ha sustentado se tambalean a ojos vista. Con las honrosas excepciones de Canadá, la mayor parte de la comunidad británica y Europa Occidental las grandes potencias militares y económicas se han resistido a aceptar la agenda de los derechos humanos como prioridad política interna, mientras en ocasiones la usan para justificar su política exterior y no pocas veces su intervencionismo, como es el caso de Estados Unidos. La política de China tanto interna como hacia Hong Kong y etnias como los uigures es abiertamente violatoria de los derechos cívicos y políticos. Rusia y buena parte de sus aliados violan los derechos cívicos y políticos a plena luz del día. La enorme mayoría de los países democráticos o no, se ha mostrado incapaz de procesar internamente el respeto a los derechos económicos, sociales y culturales, como el derecho al trabajo, a la seguridad social, a la salud y la educación y colectivos, como el derecho al medio ambiente sano.

Para que México cumpliera con estas obligaciones se hizo una reforma constitucional en 2011. Entre sus disposiciones, como se lee en el Artículo 1 constitucional, está la de que “todas las autoridades, en el ámbito de sus competencias, tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos”. Es obvio que prácticamente todas las autoridades nacionales y locales están en falta con esta disposición constitucional. Pero lo más lamentable es que ninguno de los partidos políticos la ha adoptado como programa de acción. Tenemos allí otra manifestación de la ceguera.

Académico de la UNAM.
@pacovaldesu

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