Ningún actor político puede poner en duda la regla de la alternancia sin traicionar sus credenciales democráticas. El derecho de los ciudadanos a cambiar de gobierno mediante el voto es inherente a la democracia y tiene que ser protegido por el Estado. La patraña de algunas fuerzas de que la única democracia “verdadera” consiste en que ellas se mantengan indefinidamente en el poder evitando la alternancia es autoritaria y, en principio, totalitaria. Este es el fondo de la discusión que se ha avivado a partir de reciente triunfos de partidos y candidatos de derechas en el vecindario latinoamericano. Y es el grave predicamento de los extremos antirrepublicanos.
La preservación de las reglas del juego democrático indiferentemente de qué bando gane el poder del gobierno es un asunto que no puede quedar a capricho de nadie. El grado cero de la democracia reside en prohibir que un gobierno suprima el cambio mediante el voto popular, pero tiene otro ingrediente: la prohibición de que los recién llegados hagan tabla rasa de las reglas que mantienen simultáneamente la igualdad política y el principio de decisión por mayoría.
Muchos se escandalizan por los giros a la derecha, como en su momento lo hicieron los que deploraron los giros a la izquierda, pero pocos de los perturbados de la derecha se sienten llamados a reclamar, por ejemplo, las disposiciones despóticas de la Constitución chilena de 1980 o, desde la izquierda populista, a denunciar la imposición constitucional de Hugo Chávez en 1999 o la autocracia constitucional impuesta gracias al golpe a la justicia representativa asestado por Morena en 2024.
Por ello la democracia viene envuelta en la república. La república democrática se rige por una constitución que obliga a convivir la legitimidad del origen del poder en las elecciones con los límites de su ejercicio en la estructura del régimen y el funcionamiento del gobierno. Estado de derecho, gobierno de leyes, separación de poderes, ausencia de arbitrariedad. Ahí está el Estado democrático cuya evolución y cambio exige respeto, porque es el punto de apoyo para conversar sobre nuestro futuro. Esa institución es uno de los laberintos por los que la humanidad ha de pasar si ha de poner la rienda a su lado más salvaje. La alternativa es el infierno aún más tórrido del despotismo.
Los giros a la derecha o a la izquierda han venido acompañados de discrepancias radicales acerca de la combinación entre democracia y república. La confusión suele ser patética. Desde los polos extremos de la derecha y la izquierda se invoca a la democracia para acabar con la república: Jair Bolsonaro, Nayib Bukele, Xiomara Castro, Hugo Chávez, Evo Morales, López Obrador aparecen entre los más recientes. Su objetivo es idéntico: concentrar el poder y reescribir la constitución para mantenerse en él indefinidamente.
Siempre me ha intrigado que en las pocas democracias más avanzadas la disputa entre la izquierda y la derecha se restringe casi por completo a la conquista del gobierno sin alterar el sentido de la soberanía —que es la autonomía política del pueblo respecto de cualquier partido o ideología—. Es cierto que en las décadas finales del siglo pasado y lo que va del presente han aparecido opciones extremistas que quieren salir de la marginalidad.
Alternative für Deutschland, Vox, Fidez o Reassemblement National en la derecha, y en la izquierda Podemos, La France Insoumice, el Partido Popular Danés o los Verdaderos Finlandeses. Pero, aunque en algunas ocasiones han llegado al gobierno o aumentado su influencia parlamentaria no pueden, y en muchos casos ni se lo proponen, remover el piso básico que forma la convicción más profunda del electorado, a saber, que el Estado, gobierne quien gobierne, tiene que proveer los bienes públicos y respetar los derechos que han adquirido carta de ciudadanía. Esa autonomía política de la sociedad que limita a todo gobierno nos es lejana y en su lugar permanece la servidumbre ante el poder.
¡Feliz año nuevo 2026!

