Suele decirse que en la democracia hay certidumbre en las reglas de cómo se compite e incertidumbre en los resultados de quién es electo para gobernar, y que en el autoritarismo es al revés: hay certidumbre en quién ganará e incertidumbre en las reglas que el poder cambia o manipula a voluntad para no irse. Eso es lo que distinguía a México de otros países como Nicaragua. En México creamos instituciones que protegen a las reglas del poder arbitrario, en Nicaragua fueron destruidas por un dictador y su entorno.

Hoy las reglas creadas en México para controlar la presidencia son violadas impunemente por su titular y sus seguidores, que se escudan tras la protección del gobierno. Ahora estamos en el peor de los mundos posibles, porque tenemos incertidumbre en las reglas e incertidumbre en los resultados. Es incierto si en el proceso electoral que se avecina se impondrá el juego autocrático de AMLO-Morena para preservar el poder; o si habrá respeto al resultado de las elecciones de 2024 apegándose a la competencia legal y legítima y respetando el ejercicio libre del voto de los ciudadanos.

Podemos especular todo lo que quieran respecto a cómo se comportará el gobierno, pero el verdadero conductor ha hecho todo para que quede claro que las reglas no importan (“no me vengan con que la ley es la ley”) y que la autollamada 4T continúe en el gobierno. Si, después de todo, el resultado electoral les fuera desfavorable ¿dejarán el gobierno o recurrirán al fraude y, eventualmente, al golpe de Estado? Hoy por hoy ambas cosas son posibles.

Con este retroceso, México ha sido llevado a ser un sistema híbrido en el que se combinan elementos de una democracia debilitada cuya supervivencia no hemos garantizado y formas de despotismo que aún padecemos y se han reforzado en esta administración. Esta dualidad estará presente a lo largo de todo el proceso electoral que ya se inició de facto y que se acelerará a partir de septiembre.

Los escenarios posibles son varios. El primero a la vista es de lucha muy reñida entre las campañas de ambos bloques, con la intención de voto polarizada y sin espacio para otra opción. Aunque todavía no hay definición de las candidaturas de cada bloque, podría ocurrir que cualquiera gane la presidencia por un escaso margen. Tendríamos nuevamente gobierno dividido que obliga a la negociación entre ejecutivo y legislativo. Este escenario es posible si las reglas electorales se aplican más o menos imparcialmente y si el INE y el TEPJF cumplen su función constitucional, lo cual es dudoso dada la determinación de AMLO de no admitir la alternancia. Una victoria muy amplia de alguno de los bloques se antoja imposible con los datos con los que contamos hoy, aunque no es imposible si hay una candidatura endeble y otra fuerte. De manera natural, la candidatura fuerte de Xóchitl Gálvez puede opacar la muy débil de Claudia Sheinbaum. Esta posibilidad puede hacer que AMLO apueste a destruir cualquier opción sólida que emerja del Frente Amplio por México. Para ello puede usar, como lo ha hecho, todo tipo de abuso de poder a través del desafuero y de acciones ilegales como la supresión de adversarios y la violación y manipulación de las reglas electorales, para imponer el resultado electoral.

Desde que llegó al poder, AMLO se ha equivocado en todo menos en asegurar el triunfo electoral de su partido. Es cierto que el tino le falló en 2021, pero quizá habrá aprendido la lección de que no puede dejar que vuelva a ocurrir. En esa hipótesis, tendremos simple y sencillamente una elección de Estado con absoluta incertidumbre en las reglas y total certeza de que el resultado será que en 2024 se quedan con el gobierno a como dé lugar. Pasaríamos de un sistema híbrido a uno autocrático, a menos que el bloque opositor, la sociedad democrática movilizada y la presión democrática internacional lo impidan.

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